Texto de Pedro Andrade /Fotografías de Lolo Vasco & Marta Martín
Lunes, 25 de julio. La última jornada de conciertos programados en esta 57º edición del festival Jazzaldia se despidió con la actuación del ya mito del jazz Herbie Hancock. La cita se llevó a cabo en el Auditorio Kursaal, sede en la que se programaron algunos de los conciertos de pago de los cabezas de cartel.
El auditorio, que colgó el cartel de sold out varias semanas vista a la fecha del evento, acogió al veterano genio del jazz que empezó su concierto haciendo alarde de un excelente sentido del humor, las bromas e interacciones con el público le sirvieron para atrezar el majestuoso auditorio del Kursaal con ese cercano y cálido ambiente de los clubs de jazz de Chicago o New York. En su extensa presentación, quizás demasiado extensa para mi gusto, nos habló de lo que sería su concierto: una suerte de elección de piezas clave de su carrera musical, las más representativas de su trabajo, pero sobre todo, las que a simple vista más le apetecía tocar.
Hancock empezó la noche con una Overture, tras sentarse en su korg y prolongar por varios minutos una intro con una cargada base electrónica, pura experimentación e improvisación que abrió el camino al groove compacto y seco de la más que sincronizada sección rítmica. James Genus al bajo y el jovencísimo y portentoso Justin Tayson a la batería, dieron una clase magistral de acompañamiento, profundidad, intensidad y contundencia desde el primer tema. Terence Blanchard, figura destacada del neo bob, compositor y trompetista, adornó con su sonido eco algunos de los solos más destacables de la noche. De Terence, Hancock contó, en uno de sus parlamentos, que además de ser grandes amigos, habían trabajado juntos en varios proyectos y del cual recalcó su faceta de compositor de bandas sonoras, 51 bandas sonoras para ser exactos, según la información del mismo Hancock.
Continuamos con Foot Print, composición original de Wayne Shorter al cual Hancock quiso rendir homenaje el día de su próximo 88 cumpleaños (25 de agosto) y Actual Proof , composición perteneciente al disco “Trusth”de 1974, que nos transportó al jazz más funk y experimental de esos maravillosos años 80, años en los que Hancock y compañía investigaban con sonidos urbanos y electrónicos en sintetizadores y pianos eléctricos, recreando así una de las señas de identidad más reconocibles y populares del jazz actual. Destacar las intervenciones del guitarrista Lionel Loueke, que aportó un virtuosismo inusual, no solamente por el manejo tan personal que proyectaba en su instrumento, sino también por su capacidad de improvisación y de crear espacios muy suyos así como por el dominio absoluto de los sonidos que generaba a través de los pedales de volumen y efectos.
Hancock se lo estaba pasando bien y así lo dejaba ver en cada una de las interacciones con sus músicos, a los cuales dedicó una muy solemne y pausaba presentación. Dedicó además unas palabras de agradecimiento al público presente del cual dijo que era el sexto elemento de la banda, indispensable para generar esas noches de música únicas, como la de aquel día.
El Hancock que vimos aquella noche no es el mismo que el de aquel movimiento funk eléctrico de los años 80, y tampoco al pianista virtuoso que tocaba con Miles Davis, ni mucho menos. Vimos a un músico consagrado que disfrutó de la noche dejando sus retahílas de sabio señor y gozando con la interacción de sus jóvenes músicos, a los cuales dejó gran libertad y espacio para poder explayar su talento, generando así una combinación musical refrescante, que compartía un mismo espíritu, más allá de los años de cada uno de sus integrantes.
“Nadie es reemplazable. Todos tenemos una misión. Todos somos una familia. Hay que cuidar a la familia. Tenemos un salvar el planeta para poder sobrevivir. Tenemos que arreglarlo para que nuestros hijos sobrevivan y puedan venir a los conciertos de Hancock a los 200 años” eran algunas de las consignas de las intervenciones del de Chicago, entre risas.
La velada continuó con temas como Come running to me, Secret Sauce, en los que se pudo ver a Hancock hacer uso del vocoder, Phoelix y el famoso Cantaloupe Island.
Pocas cosas le quedan por conseguir a Hancock en cuanto a reconocimientos musicales, es sin duda un gran referente para todo aquel que le guste escuchar y hacer música. Desde mi posición decir que, experimentar la sensación de escuchar a un músico del cual no se espera nada más, es ya en sí misma único.
La noche fue, tal cual anunció él mismo Hancock, un recorrido espacial de su música en el que hubo mucha espontaneidad e improvisación, en cuanto al devenir de los temas elegidos para la set list, pero en la que también se percibió que ese seudo homenaje a sí mismo, no era solo un despliegue de recreaciones musicales de un pasado brillante del cual solo podemos disfrutar y divertirnos, sino que, esas piezas seleccionadas son también el testimonio del desarrollo y progreso de las nuevas tendencias musicales. La noche fue en definitiva una clase magistral, de música, pero también de historia de la música, dictada no por un profesor de conservatorio, sino por uno de los protagonistas de esa misma historia.
El concierto terminó, a modo de bis, con una extensa jam entre los músicos que tuvo como referente Chameleon, aquí, Hancock se atavió con su aparatoso key guitar blanco y se confundió entre las primeras filas del auditorio para dedicar al sorprendido público un cierre de concierto memorable.