Recuperamos, para la sección de «Hemeroteca» de la web, esta breve reseña publicada en el primer número de la revista de Más Jazz en papel en 1998
Redescubrimos alguno de los discos más destacados de la época.
Por José Ignacio Sánchez
Que lo que a priori es accidente pueda terminar convirtiéndose en esencia es una realidad que a la filosofía probablemente se le atragante, pero que al jazz le resulta harto evidente. Basta revisar las páginas de su historia para ver cómo, más que episodio, tal realidad constituye a menudo argumento, y además de autoridad. Para muestra un botón, y valga este en forma de CD cosido a cuatro manos por el saxofonista Joe Lovano y el pianista Gonzalo Rubalcaba.
Ellos dos son los protagonistas de Flying Colors, un vuelo accidentado que llega a buen puerto por obra y desgracia, como siempre, de unos cuantos actores secundarios: las autoridades o el funcionario de tumo que deniega a la sección rítmica del pianista cubano el visado de entrada al estado de California, donde tienen concertada una gira; el brooker de marras, regente del club Yoshi’s Nitespot y que responde al nombre de Jason Olaine, que pierde los anillos y, aún peor, el negocio si no actúa con presteza y olfato. Hay que encontrar pronto a un contrabajista y un batería, pero por aquellas playas no se ven más que windsurferos; la música de fondo se detiene, momento en el que tal vez se eche de menos la aparición de la tradicional y pérfida rubia guiñando el ojo de cristal.
Quien aparece en cambio es un tipo ancho, con pinta mitad patriarca mitad carnicero, llamado Joe Lovano, que resulta ser uno de los más grandes saxofonistas de la década. El brooker, que para eso está, saca de su manga el As de picas y lo pone en Flandes: cuatro noches a tocar juntos, Rubalcaba y Lovano, en su club de Oakland. Feliz final, máxime si los protagonistas dan después, como es el caso, con sus huesos en el estudio de grabación, lo que acontece en enero de 1997.
Bonita historia, dirán ustedes, pero qué diablos pasa con la música, ¿debemos correr a la tienda de discos o mejor de perdidos a los del Río? Allá cada cual, tanto el que tire de currículo para convencerse de que, con tantos premios -Down Beat y todo-, los juegos reunidos de Lovano y Rubalcaba son imprescindibles en su discoteca, como la que, a imagen y semejanza de la vecina, quiera poner un cubano en su vida.
Por lo demás, añadir que Flying Colors es un disco en el que la libertad de ambos músicos es total, y que la reconocida capacidad creativa e improvisadora de ambos se torna tanto en riqueza ideológica como en dificultad para cualquier audición superficial. El espectro interpretativo no es menos amplio y variado -Irving Berlin, Ornette Coleman, Monk y Benny Golson entre otros-, resultado de siete horas en estudio ‘tocando mucho’ y grabando hasta veinte composiciones, de las que ahora salen a la luz una docena.
El piano percusivo e inmáculo de Rubalcaba elude aquí tentaciones y artificios de otras veces y brilla más por sus fondos que por su forma; verbigracia, atípica lectura de How deep is the Ocean. Lovano, por su parte, saca su faceta de gran coleccionista de vientos a base de tenor, soprano y clarinete, amén de darse -Boss Town- a la batería y los gongs con fruición. ‘Esta quizá sea para mí la sesión de grabación más pura y creativa hasta la fecha’, afirma Lovano evocando la magia de aquellos días junto a Rubalcaba. Entre ambos, como en Bird Food, hay buen entendimiento y mejor matemática, tal vez por ello la frescura sea tanta en ocasiones que uno se queda frío.