Crónica de Jaime Bajo. Fotografías de Jaime Massieu.
No es el Festival Internacional de Arte Sacro un evento que se prodigue con el jazz, y, sin embargo, siempre tiene a bien el deleitarnos con algunas propuestas que, por su exclusividad, satisfacen tanto a aquellos que ansían disfrutar de una actuación de este género en un espacio amplio y confortable como son los Teatros del Canal, como a quienes pretenden explorar la espiritualidad que este género de géneros encierra. En esta ocasión rastreamos la conexión entre África y América Latina a través de la cultura yoruba.
Es por ello que, sin renunciar a sus raíces flamencas -como buen apolegeta que es de su tierra gaditana-, el compositor, cantaor y saxofonista Antonio Lizana decidió arriesgar, ampliando su habitual formato de banda y tejiendo alianzas con un conjunto de percusionistas venezolanos liderados por Carlos Tález al que se le vio disfrutar de lo lindo a lo largo de la actuación.
Como en un transatlántico a punto de zarpar, el sonido de las dos guaruras -conchas de caracol de mar características de la cultura yekwana que aún hoy permanece en la Cuenca del Caura venezolana- a uno y otro lado del escenario servía como punto de partida a un repertorio en el que irían alternando composiciones de Antonio Lizana -la mayor parte de ellas extraidas de su tercer y último trabajo hasta la fecha, Oriente (Sony Music, 2017)- y Carlos Tález -radicado en nuestro país, defensor de la percusión afrovenezolana y co-artífice, junto a Néstor Gutiérrez, del original proyecto Tazajo Tamboo-.
Tras una introducción trenzada a base de retales y en la que lucieron los bailes del templado Mawi de Cádiz y la salerosa Claudia García Rojas, bien acompasados al sonido sincopado que emanaba de las manos de los percusionistas Álex Aguirre, Tomás Sánchez o Carlos Tález, Antonio Lizana escogió Debí nacer ya culpable. Tras una más que adecuada escenificación con una suerte de cadenas sonoras por parte de Tález, Daniel García Diego hizo derroche de su exquisita habilidad con el piano, sin resultar excesivo pero exprimiendo su momento al máximo.
Tras este, Carlos Tález aprovechó para explicar al público que si bien los venezolanos respetan la liturgia religiosa sincrética introducida por los colonizadores unos siglos atrás -y, con ello, cultos como el que se realiza a San Juan Bautista en la Llanura de Barlovento-, ellos son partidarios de mantener la tradición yoruba y el culto a sus orishas una vez termina la misa dominical, con ese rítmico palpitar de los tambores de Barlovento: redondo, culo e’ puya, mina y cumaco evocando a Yemayá, Oshún, Elegua o Shangó.
Y, aunque ni Tález ni Lizana son cantantes de primer nivel en sus respectivos estilos, sí demostraron que, con voluntad de entendimiento entre culturas distantes pero muy afines y canciones tan contagiosas como Vengo perdío -que el público asistente coreó con fervor pese a no colmar la asistencia del teatro- o ese simpático guiño a Garrotín -ese clásico popular que sirve para nombrar un palo flamenco y que popularizaran décadas atrás artistas como Rafael Romero (1964), Peret (1968) o la banda de rock Smash (1974)-, todos podemos sentirnos apelados por ese hermanamiento de culturas que, una vez más -porque viene de antaño, como reconoció Antonio Lizana-, se produjo entre flamencos y criollos. Tan lejanos en lo geográfico y, sin embargo, tan cercanos en lo musical.
Para culminar la velada Antonio Lizana decidió rescatar del olvido, y a propuesta de su compinche Carlos Tález, un tema que “tiene más años que mi padre” (sic), de la época de su vida en la que creía en un amor puro. Así, Está en tu corazón, canción que no figura en ninguno de sus tres trabajos, sonó como un tema de estribillo pegadizo y resultón que sació las ansias de un público que se fue impresionado por haber disfrutado de una actuación que no va a repetirse, salvo que Lizana estime necesario un “tomo 2” con el que aterrizar todas las ideas que han ido brotando fértiles en los ensayos de estos apasionados del ritmo.