Poesía y jazz mixturan sus códigos para que, a través de los sentidos de Álvaro Guijarro y Federico Ocaña, podamos revivir noches de jazz, invadidos por la sinestesia.
Por Álvaro Guijarro y Federico Ocaña. Fotografía de Álvaro Guijarro. (Café Central, Madrid, 14/08/2018).
No sabía la noche de pedales suntuosos, y la melodía saltaba por el espacio abierto de las altas ventanas para que la ciudad supiera otro secreto. Luces rojas, como devaluadas, cruzaban en dirección opuesta al salón de las veinte mesas. Nadie discutía todavía; el silencio se hizo después de las dos manos; el camarero estaba loco y triste.
El hombre, de escaso metro cincuenta, encuentra sitio empujando al despistado turista que espera, quién sabe qué milagro, acariciando la espalda ancha y pecosa de su acompañante. A dos metros, el hombre flaco pregunta por una mesa libre cuando el único hueco acaba de ser casi ocupado por el niño de gorra calada que no ingresará en el conservatorio porque el piano lo aborrece. Poco a poco, la espera, que parecía una cascada de vaivenes, incómodas respuestas y bandejas vacías, toma forma en las gafas de gruesos cristales.
Parece, lo indica la noche, que la ceremonia va a darse ya. Desde la barra, nuestra diagonal es como un parto, y hay dos mujeres con un abanico a las que hubiera amado en mi adolescencia. El tono de los brillos que enciende el piano quiere que vivamos muchos años. Así es la primera pieza: como un misterio o un rostro desnudo por la verdad que quisiera proclamarse.
Las notas que guardaba acobardado el Yamaha, quizá por la dilatación del calor, se escapan de las cuerdas como escapan los barcos de las bahías y los niños de las habitaciones oscuras. Hay luz en la columna que me oculta la mano que percute los bajos, y eso basta cuando, rotundos, los cambios de tiempo hacen hervir la sangre por primera vez y estamos indefensos, como los animales, atrapados entre la canción que cantaban mis abuelos y el martilleo de los dedos, el fraseo que se cuela en las bebidas y salpica; dentro de los vasos sabe a sal, y a espuma.
Mis recuerdos bien podrían ser estos: una juventud sin cobardía, un lugar desde el que observar, unos altos contenidos del azar. Es así que siento a los que aquí dormimos despiertos, mientras la música es agua y símbolo. Es así como percibo estas notas desmesuradas que surgen como pontos en la guía del faro. ¿Hace falta algo más? ¿Hace falta alguien más?
A veces el grifo que deja caer una gota me dice también que quiere estar solo, que las manos sostienen la melodía sin compasión, que la disonancia que acaba de congregar a tres curiosos en la ventana podría repetirse eternamente -y se repite- mientras una nota pedal en el bajo apuntala lo que el pie presentía: dulce crucifixión que tan pronto sitúa una esponja de standards en el costado como cita un giro flamenco, como sólo lo habría cantado aquél. Es el momento de la contemplación extática, la hora más larga, el lento avance de la mirada por transiciones que amagan, embriagadoras.
Pero, ¿y si yo no hubiera sabido nada de esto? ¿Y si mi noche fuera una pausa detenida, como un árbol agitado en la tormenta? Trataría de saber, de conocer, de llegar a tocar la osamenta de la melodía con mi gusto de piedra, y al aire mis cometas plateadas. Desearía la fusa, el ritmo perpetuo, la cadencia de mis pulmones al brotar, para ser sabio y niño de las teclas.
Si la música nos abriera un nicho de labios en el borde de la noche, quedaríamos todos dentro, improvisada comunidad en torno al piano, y no aplaudiríamos con furia, no cantaríamos, habría espacio también para lo humilde. Todo sería escucha, porque dos piezas de más no satisfacen el vasto imperio de lo frágil que ocupa nuestras bocas. Y al final sería como al principio; del pesado sudor, de la fiesta latente, un hombre se levantaría, veríamos su espalda casi arqueada por un último diálogo que alterna rabia con cansancio y alegría por el cansancio, y Chano Domínguez saldría del escenario en dirección opuesta a la salida.