Texto: Juan Ramón Rodríguez / Fotografías: Elvira Megias
No es extraño citar entre cuantiosas fuentes que nutren la merced del sonido a la música clásica. Un influjo de apariencia deífica, si bien otorga esfuerzos de aprecio a lo largo de estilos cultivados en torno a un satélite de recorrido sinuoso pero disfrutable. Quizá un comienzo de la mano de Gershwin y su melancólica rapsodia, quizá un concierto en sol mayor de Ravel o de oscuridad con firma de Stravinski para Woody Herman. Sus raíces guarecen un relato de libertades y oposición, una celebración de amor trágico y fuerte calado, máxime en un tiempo en el que el hombre logra superar a los héroes que sostienen su legendaria cultura.
El Centro Nacional de Difusión Musical invita a la reflexión con Fronteras, una serie trimestral de actuaciones en el Auditorio Nacional inaugurada con un terceto para la ocasión compuesto por Antonio Serrano a la armónica, Pablo Martín Caminero al contrabajo y Daniel Oyarzabal en los teclados. En mente un homenaje a Johann Sebastian Bach, cumbre barroca de intachable trayectoria, con dual estructura en lo que a su desarrollo concierne. El título Bach y “Bach” augura un híbrido de notable interés en atención a la jerarquía expuesta en el cuadro con clavecín y órgano a la izquierda, clavinet y Fender Rhodes a la derecha. Ilustración y realidad ante una pugna antitética.
La puntualidad arrecia, un barco a la deriva perdido frente a terceros oleajes atraca en butacas separadas. Los protagonistas hacen acto de presencia con cuidada puesta en escena, chaqueta a los hombros, y los inminentes elogios. Inicia el panegírico una Sonata para violín y continuo en sol mayor de disciplina y vista al albur de los confines del barroco. La sonata a trío permanece incólume mientras las voces a clavecín y violín se suplen con armónica y bajo. No así unas aptitudes de Caminero y Serrano profusas en la silenciosa belleza que rememora la vida pretecnológica —funcional o cronológica— de individuos y naturaleza sin clasificar en cuanto cosa o instrumento.
Esta progresión, por poco autómata, se responde mediante un público parco en reacciones, tal vez comentarios sobre el brío del vivace o la avenencia de los virtuosos. No en vano, constituyen piezas del más alto grado; delicadeza, velocidad, coordinación, equilibrio sonoro en definitiva. Hay momentos para la lucidez solista, prueba en la mano de Serrano con una Partita para violín solo nº2 que reitera esa contradicción de esperanzas no realizadas y promesas traicionadas. En sentido prosaico, una simple tregua para que Oyarzabal calme tendones y preceda al principal contrapunto de El arte de la fuga, obra histórica y capital de cara a la más polvorienta imaginería disponible de arraigo pastoral.
La conclusión del tramo concurrente pretende demoler el muro que disocia los vasos comunicantes de la velada. Quedan atrás anécdotas como un intempestivo soplido de aplausos que no perturba a los ejecutantes, mas sí evidencia las ruinas de unos puentes ya derruidos. Hay incompatibilidad estética en el aire, una de tantas muestras de la sociedad racionalizada que ya no se reconoce en sus imágenes tradicionales, pues donde se atisban rescoldos persiste alienación artística. Pedanterías al margen, regresan Serrano, Caminero y Oyarzabal remangados y sin etiqueta. Se infieren miradas de complicidad, inhóspitas en la previa introspección obnubilada de la partitura. En virtud del programa, es el turno del alter ego “Bach”.
Una anécdota a la lumbre del conservatorio de Vitoria es la mejor alegoría a la hora de esbozar un blues inspirado en la Misa en si menor, Fender Rhodes y armónica moldeados en abrazo que aporta calidez al trazo no concebida con anterioridad. Adquieren firmeza las impresiones del auditorio, ahora de escala masiva, reproducidas y distribuidas, totalmente incorporadas. El reconocimiento es mutuo y el ideal rebasado, rebajado hasta meros términos operacionales. Las posturas son distendidas con espaldas arqueadas, muecas furtivas al efectuar cualquier floritura a la cuerda frotada o percutida. Visiones que resucitan al compositor alemán, validado al derivarse de la experiencia de un mundo sin necesidad de ser recuperado.
Las oportunidades de destello continúan con algo de luz en las caras. La intención de difuminar límites anhela consumarse con una sabrosa mezcolanza del allegro del Concierto de Brandemburgo nº5 en re mayor con el éxito de Toots Thielemans “Bluesette”. Caminero regatea corcheas con el buen hacer acostumbrado durante un portentoso surtido de pericias del pianista a base de clavinet y Rhodes por igual, con brindis de un grupeto sintetizado para coquetear no sólo con la fusión más heterogénea sino con cada amante de Bach en registros contemporáneos, que no son escasos. La respuesta se antoja desmedida; comprensible, no obstante, alrededor de los cuartos de hora provistos de verdades prohibidas.
Broches de la talla de la Badinerie de la Suite orquestal nº 2 en si menor con escarceos de tango o un coreado bis —una introducción de Barrio Sésamo del disco Tootsology— con Caminero a la melódica cierran con giro humorístico una noche presta al escape de queda. En el recuerdo una infructuosa búsqueda de dimensiones, siempre hay sólo una. Nada nuevo añaden unos pandémicos días de burocracia minuciosamente organizada que refuta y excede sus propios mitos. Sin embargo, es preferible huir de incendios como el de Theodor W. Adorno al considerar al jazz el culmen de lo enajenado. Si sólo hay una dimensión, que sea la de ese jazz.
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