Texto: Alicia Población / Fotografías: Ernesto Cortijo
Los conciertos en el Café Central no son como en los teatros. No hay una voz en off que te diga que debes apagar tu teléfono, ni se deja en oscuro al público, como tampoco se prohíbe comer o beber durante el espectáculo. En los conciertos del Café Central se puede hablar, comentar, reír, y hasta casi bailar. Si tomas notas para una reseña, has de hacerlo a la luz de las velas que descansan en cada mesa y, si tienes la suerte de sentarte delante de las columnas, puedes ver directamente a los músicos. Si la situación no es tan favorecedora, habrás de buscarlos en los miles de espejos que recubren las paredes del establecimiento. Esto último tiene su parte mística ya que, así como se reflejan los rostros y gestos de quienes tocan en el escenario, también su música nos llega a través del espejo. Cuando la escuchamos, es como si hubiera pasado través de un filtro, como si la memoria de otras músicas, impregnadas en las paredes del café, hubiera bañado las notas nuevas y les hubiera dejado una nostalgia, una saudade, un cálido abrazo, con el que alcanzarnos.
La voz de Leonardo De Deus Gil, más conocido como Leo Minax, su nombre artístico, se podría decir que es como el mar en calma, cargada de horizontes de posibles viajes y capaz de rebobinar cada palmo de vida. Minax nació y creció en Belo Horizonte, Minas Gerais, Brasil y, tras graduarse en periodismo, decidió abandonar su país de origen y dedicarse a su carrera artística. El pasado domingo 12 de diciembre tuvo lugar el tercer y último de los conciertos que el brasileño dio en el Café Central de Madrid con el proyecto Lo mejor de cada casa. Le acompañaban en el escenario el saxofonista valenciano Javier Vercher, el pianista salmantino Daniel García Diego, el contrabajista vitoriano Pablo Martín Caminero y el percusionista vizcaíno Borja Barrueta, cada uno de los cuales dio, efectivamente, lo mejor de su casa.
El concierto empezó como sin darnos cuenta, con Caminero percutiendo algunas notas, y la flauta, en manos de Vercher, desvistiendo armónicos. Se entremezclaban estos con los siseos de Minax, que auscultaba al público con media sonrisa. La voz, el contrabajo y la batería fueron tomando forma con desprevenidas cascadas melódicas que brotaban de las manos de García Diego y los suspiros de la flauta, que buscaban su hueco para respirar. Alegría, ese tema que, como el mar volta e passa a limpo o tempo todo (vuelve y limpia todo el tiempo), nos desprendió las frustraciones, la prisa y el malhumor de las rutinas para mecernos en ese compás de cinco tiempos que, sin embargo, nos resulta tan natural. García Diego se desplazaba en grupos de tres y Barrueta, aunque ausente de nuestro punto de visión, nos sorprendía con toques que parecieran percutidos hasta en el mismo atril, pero que encajaban a la perfección con el carácter de la música. Cada uno de sus golpes, parecía estar medido con la precisión que aparece cuando te guía la espontaneidad del corazón, honda pero libre. Caminero, desde el espejo, cerraba los ojos como habitualmente, enraizando el pulso sin perder el vuelo. A pesar de tocar un instrumento de cuerda, el músico parecía saborear cada nota, como si verdaderamente las respirara.
Hacia el tercer tema, Javier Vercher se arrancó con un solo de saxo desde el punto exacto, ya bastante arriba, en el que había terminado su solo Daniel García. El torrente de notas dilató nuestras pupilas y se sintió erizar el vello de todo el público. El saxofonista llevó al límite rítmico y motívico toda la estructura del tema, aportando ese toque contemporáneo que le caracteriza y que casa tan bien con las melodías de Minax. Se distinguían en su interpretación los giros que ya sonaban en aquel disco del pianista Moisés Sánchez, Dedication.
Mismo, tema escrito en conjunto con la artista brasileña Estrela Leminski, sonó hacia la mitad del concierto. La letra, toda una suerte de fonemas, sinfones vibrantes, que bailaban entre mimbre, hombre, hembra, libre… asomaban lanzándose en picado y sin miedo desde los labios de Minax, que los acariciaba sin prisa como despidiéndose de cada uno, antes de envolverlos en el aliento de las notas. Poco después de Mismo llegaron los temas nuevos. Arroz fue, en particular, un tema sinestésico. Contaba, cantada, una receta de paella, arroz dourado, en la que, a la vez que escuchabas un sabroso groove podías también oler el azafrán y sentir el calor del fuego. Un “Oye cómo va, mi ritmo” empezó a gestarse entre las mesas en un suave latir de voces acompasadas, que acabó en perfecta sincronía, recogido en el gesto que Daniel García Diego nos dio desde su butaca.
Pra entender a saudade, Minax nos acunó con arpegios. La saudade no tiene traducción, pero se puede decir que te alivia la distancia y te convence el corazón, nos contaba con esa voz suya de mar. Para acabar, un tema en un siete escondido, en el que Borja Barrueta hizo un solo estratosférico, llevándonos lejos del pulso para volver de nuevo a tierra con todos sus compañeros al tiempo.
La saudade y el mar nos alcanzaron a través de los espejos y nos prolongaron la vigilia de los sueños, de los viajes, de la vida, a través de las notas. Con la música de Minax volvimos a navegar, y en el reflejo de las olas encontramos una parte de nosotros mismos.