Texto: Juan Ramón Rodríguez / Fotografías: Ernesto Cortijo
A pesar del crepitar del reloj, día tras día, el plúmbeo recuerdo de un mundo paralizado se mantiene en el subconsciente. Difícilmente concebibles las estampas que perduran en el imaginario colectivo como si de destellos se tratase. Quizá pudiese servir para levantar la vista del camino, detenerse y mirar atrás; trance impensable en los tiempos que corren. De repente los robles y castaños cobran un sentido peculiar. El ábrego despeina cabellos que ya no se recuerdan. Algo tan sencillo como parar un momento y respirar con avidez, quizá como si fuese la última vez. Quizá como si el descubrimiento acaecido tuviese el embrujo de las monedas que caen de canto.
Abe Rábade sugiere tiempo a esa sensacional vibración que conforma el asomarse a la ventana. Las semanas de encierro sitúan el foco en la flora de Galicia, esa espiritual amalgama de árboles regados por el Atlántico. El inquieto pianista preconiza un nuevo proyecto una vez rebasada la ladera de Sorte, anterior trabajo. Botánica es un surtido de coplas de floreado colorido con elementos del folclore autóctono. Ahora, realidad inminente, cimenta una breve estancia en un Café Central idóneo donde trazar el ensayo general antes de encarar la luz roja en el estudio de grabación. Tres días para ultimar detalles, dotar al conjunto de una inmersión que adquiere tintes de supervivencia.
La tarde del domingo no hace prisioneros. La canícula compele a hincar la rodilla y los interiores se tornan seguros refugios. Sendos pases, a las ocho y a las diez, en un santuario de la Plaza del Ángel con una agradable temperatura; no obstante, una banda conformada por Pablo Martín Caminero al contrabajo, Naíma Acuña a la batería, Virgilio Da Silva a la guitarra y el percusionista Davide Salgado -comandados por el protagonista compostelano- anhelan competir con el astro rey en incandescentes materias. El cambio de componentes a lo largo de los tres días de residencia aporta un atrayente valor añadido, toda vez que empapa en matices a un grupo prometedor.
Diez minutos de gracia acontecen cuando los músicos abordan el escenario. Mientras se conforman los instrumentos, mesurados agradecimientos rondan con malicia por la santabárbara. Con una entrada aceptable, Abe y compañía atacan “Cortiza”, pieza que corresponde una generalizada huella de sorpresa, vehemencia descarada que desbarata los esquemas premeditados de cara a la cita. Lo que se figura como oda al sosiego torna en torrente de emociones; la intensidad adquiere naturaleza de post jazz ligada a una pasmosa compenetración entre las tablas. Hay oficio, pero eso no es suficiente. Se desprende un fogaje con dilatadas cadenas de transmisión. Unos tambores impetuosos, unas teclas escurridizas, una muleta con seis cuerdas. Un concierto.
El repertorio cuenta con un equilibrado balance bajo la pretensión de anidar fuerzas sobre los acordes. “Amor de Raíz” condensa el lenguaje del firmante de Seeds, apelativo que extracta los prolegómenos de lo hermoso, un clima arborescente que invita a la evanescencia en los vericuetos del bosque da Fervenza. El tempo comedido no consigue mitigar una radiación que retiene ensimismada a la asistencia de la sala. Los segundos se vuelven interminables en un ecosistema como el allí emplazado frente a la vorágine exterior. Quizá de eso se trata a la hora de asentar las ideas reinantes en torno a Botánica y no de una frondosa pinacoteca repleta de lo bucólico.
La silueta de Salgado en el recital refiere especial trascendencia. Su aparición contribuye al toque costumbrista que demanda el cuerpo en composiciones como “Amores de Ponla” o “Teixo”. Voz y percusión acrecientan impresiones positivas; un tono roto, áspero cual marca en el sendero aunque igualmente necesario. El pandero casa con bondad en el esqueleto de una música que caracolea por los trastes y pieles. Resulta notable la avenencia de un quinteto que se halla a las puertas del disco. Una química gestada con espontaneidad mediante la fluidez del solícito ingenio, a pesar de palpables puntos descollantes -Naíma, el más nutrido aplauso- en detrimento de otros -Virgilio, un apreciable segundo plano-.
Varios comentarios de Abe para describir lo acontecido emplazan al ocaso de lo vivido, un par de pinceladas en el cuadro, nada que deserte de lo hasta entonces esencial. Las postrimerías que fondean en “Menciñeira Núa”, bis ganado a pulso con el encomio generalizado, sintetizan la propuesta exhibida. No faltan las sutilezas de corte individual como esa privanza por el arco de Caminero, sustancia ineludible en una cadencia tan flamenca que desprende bulla por sus poros. En un punto de la noche, el embate marino que preludia al silencio consigue apagar los rescoldos que flotan en el asfalto. A la espera de novedades, cuesta recordar la sílaba olvidada del Comienzo.