Texto: Juan Ramón Rodríguez
Honroso honor tiene la pasarela de ser paradigmática metáfora a la hora de describir la unión de ideas en el mundo de las artes, algo inexorable si se ve el influjo que suscita ante una inmensidad descrita con nombre de océano; del mismo modo que el jazz, dada la predilección por retóricas de prestado encanto por la literatura. El viaducto cuenta con el céfiro de los trenes y puertos menos concurridos. Cruzarlo o no cruzarlo, culturas de tal o cual naturaleza, un crisol de ofrendas desusadas. El cruce, como es costumbre, apremia a traer tantas cosas y venir con tan poco. Allende los mares, el embrujo de los puntos cardinales.
Ideas de gemelo arraigo se defienden, escuelas norteamericana y gallega mediante, en la firma del Atlantic Bridge Jazz Project. Portus Apostoli (Nuba Records/Karonte distribuciones – 2021) reúne a Alberto Conde al piano y Kin García al contrabajo; retornan Steve Brown a la guitarra, Walter White a la trompeta y Miguel Cabana a la batería; invita Jorge Pardo —en calidad de excepcional invitado— a derribar ese muro que constriñe las segundas partes. Nueve composiciones, a la postre, que gozan de una rigurosa vitalidad de los frutos jugosos tras la laboriosa siembra. A un lado, post bop irreverente y la calidez de la bossa nova de Stan Getz; al otro, tradición europea, flamenco y folclores de gala.
Un concepto de empaque necesita una referencia de directa proporción. Recuerda el título del disco a la villa de Noya, acceso marítimo a los Caminos de Santiago y perla de las rías Bajas. Dicho tesón conceptual empapa, nota a nota, un intrépido minutaje de pujante olor a sal. “34 Sur” avisa tormenta con cadencias de Joe Henderson y falseta de Pepe Habichuela; una carta de presentación que recopila diálogos iniciales entre White y un desmelenado Pardo. Brown, a la zaga, expone maestría con forma de punteos breves pero concisos. Un buen timonel no precisa de florituras a las puertas de la muerte; cuanto antes se llegue al destino mucho mejor.
Dicha fiereza se exhibe en contraste con el atardecer espumoso de “Sweet Angel”, una balada de potente rúbrica. El conjunto se infiere compenetrado, mecido por tímidas olas y con la recompensa de un velamen recogido. Las seis cuerdas cobran esta vez impetuoso protagonismo mientras que esa archiconocida flauta travesera acaricia el oído del allí congregado. Narración académica, en definitiva, adornada con frases de blues y ocultismo druida. Elementos ratificados en el vals parido por White. Corcheas disparadas con ráfaga, líneas de un inspirado Freddie Hubbard bajo el sol de Englewood Cliffs. Una constante reiterada: labor impecable, cometido aprobado con escueto análisis. No lo requiere, distinto al diagnóstico de no merecerlo.
El acervo ibérico empuja el albero en “Arena Bulería”. El septentrión esconde su batuta a fin de homenajear el jaleo de los patios de vecinos, el jolgorio de una faena brillante como la sangre del astado arrodillado. El ritmo lo comanda Pardo, como no podría ser de otra manera, en preciosa coreografía y chaparrón de palmas sospechadas. “Lloliña” encierra el bolero atrincherado por las habladurías del marino, la historia del mestizaje que unió La Coruña con Nueva York —amén de la muñeira de “Parallel 42”—, Cádiz con La Habana. El engranaje, perfecto, permite el brillo de una sección rítmica precisa y capaz de dar orden al torrente de improvisaciones.
El tema homónimo atavía el broche que premia el fin del trayecto. Motivos de despedida en las teclas de un preciosista Conde; quizá algún sueño o pátina melancólica al paso de las últimas tablas del pontón. Un libro con los pánicos en blanco, una guitarra que no se sabe abrazar. La banda licencia un álbum inapelable al ponderar sus matices y aptitudes, que no son pocas. Traspasar fronteras requiere valentía y tesón, dilucidar la bruma que pueda entorpecer al este u oeste. Portus Apostoli demuestra su elegancia con la vastedad de Finisterre. Una reliquia atemporal, competente para escudriñar el dedo en la llaga sobre aquella broma de piscinas y piélagos.