Chick Corea: Trilogía y dinastía
Texto: Juan Ramón Rodríguez / Fotografías: Rafa Martín
No hay virtud igual para el músico consagrado de jazz que tomar al oyente como a un amigo, lo cual gusta de ser recíproco en el mayor de los casos. El intéprete se convierte en ese compañero que brinda visitas, más o menos intempestivas, cada cierto tiempo. Un par de años, normalmente. Cambia las anécdotas y chascarrillos, pero siempre mantiene una seña inconfundible, pues no sólo es lo que se cuenta sino cómo se cuenta al conocerse su vida y andanzas, sus más, menos y miedos. Impera la sonrisa condescendiente y un ladeo de cabeza, tras el mimo de la despedida un cálido sentimiento de cercanía.
Como ese hijo pródigo en busca de brazos ajenos, Chick Corea vuelve a rendirse al público madrileño y repite escenario en el Auditorio Nacional. Lejos queda el ampuloso sexteto de la Gadd Band con el que defiende Chinese Butterfly en 2018. El desafío es excitante esta vez al preferir el formato de trío, tan ambicioso y abierto a la minuciosa inspección de las más recónditas gemas. En lo que respecta, el segundo capítulo del proyecto Trilogy, cosecha de 2012, que recoge la revisión de dispares clásicos en directo. Acompañan al maestro Christian McBride en el contrabajo y Brian Blade a la batería, dos auténticos supervivientes con Brad Mehldau o Joshua Redman en respectivos currículos.
Principia la primera parte del recital a continuación de una escueta introducción y posterior afinación, el corte “Humpty Dumpty” de aquella opereta de nombre The Mad Hatter. Su ejecución es sorpresiva al alejarse del tan accesible registro de jazz fusión al que se acostumbra, más aún ante audiencias no tan especializadas. Se trata del Chick más vanguardista, aquel que sirve de escudero a Anthony Braxton o Marion Brown en los setenta. El compás es trepidante y presenta clínica compenetración con una sección rítmica que retoza en semicorcheas. Es la primera oportunidad para demostrar fiereza con sendas aportaciones de jefe y subalternos.Los tres concertistas predicen el siguiente movimiento a la perfección, se adelantan y tantean la cosquilla de su contrincante.
Junto a los vítores Chick ataca el estándar “Alice in Wonderland”, brillante en mesura con unas hermosas líneas que coquetean con la atonalidad. Blade comanda cadencias que avivan revoluciones de esa escuela de jazz contemporáneo que idolatra a Jack DeJohnette. McBride desenvaina el contrabajo mediante un solo de pura categoría, suficiente para volver a levantar a los presentes. Consigue aguantar la tradición lírica y aroma de entreguerras con un reconocimiento del “In a Sentimental Mood” de Duke Ellington. Previo climax, el pianista concede un prefacio de varios minutos en el que no se percibe nada más que el reluciente Yamaha. Los acordes se suspenden en el aire, piden sustento a cámara lenta, temen paracaídas.
Thelonious Monk asiente protagonismo y membresía con un popurrí que incluye las composiciones “Crepuscule With Nellie” y “Work”. Nunca es fácil abordar la inmensidad del genio de Carolina del Nort cuya distinción reviste el nexo idóneo entre lo ortodoxo y la innovación. Así, luce un síntoma de doce compases en si bemol con singular garbo, piloto automático y absoluto control de la situación. El blues comienza a abrirse paso a lo largo de este intervalo con sinuosa forma. En contraste, el segundo tema constituye un paradigma de hard bop con el que Chick pasa lista a las teclas y recorre su totalidad con vigorosa seguridad. De tantos homenajes, se antoja el más disfrutable.
Emprende el segundo período del espectáculo después de una pausa necesaria para unos y desestimulante para muchos. Chick anuncia otro par de piezas encadenadas en las que se atisba el regusto latino tan desaparecido por ahora con “A Spanish Song”. Previo a ello, cumple un obsequio al compositor napolitano Domenico Scarlatti. Las cejas de los que asisten a la caza de influencias mediterráneas se arquean asustadas al reconocer a Stravinsky. La percusión étnica invade las tablas con vuelos en círculos y sorpresa plural mermada por el cómplice regocijo de los artistas. “Fingerprints”, en alusión a las huellas de Wayne Shorter, transporta a la hornada Blue Note de finales de los sesenta. El swing de Blade juega a un africano escondite mientras McBride construye escaleras rítmicas.
El lapso de la obra promete un bis que suple toda la preferencia flamenca en su popularidad. El trío vuelve al ruedo con unos invitados de la talla de Niño Josele en guitarras y Jorge Pardo en flauta para despedir con “Armando’s Rhumba” y un recuerdo al mentor Mongo Santamaría. La canción se alarga con espacios de recreo para los picados de seis cuerdas del de Almería. Con este final de fiesta de flamenca distinción, se despide en el umbral el buen amigo Chick. En dos horas de recepción, experiencia y humildad confluyen en el camino del avezado maestro. Unidas a la experimentalidad, erigen la trilogía que perpetúa una de las prolíficas dinastías del jazz.