Texto: Federico Ocaña / Fotografías: Irene Tourné
Locales vacíos durante semanas. El silencio se prolonga en las salas de conciertos. El público se queda en casa, es decir deja de ser público y empiezan a ser meros espectadores y consumidores, suponiendo que sigan escuchando música o asistiendo a festivales aprovechando las plataformas digitales. En el peor de los casos, se acostumbran a otros modos de consumo, a consumir otros productos, lo que tengan a mano, lo que los gobiernos les dejen, lo que puedan pagar. Los empresarios, con más dudas que certezas, empeñados en mantener el negocio, con la esperanza de que verán tiempos mejores. Los trabajadores dan gracias porque el gobierno prolonga los ERTE: muchos no cobran lo que la Seguridad Social les debe desde el inicio de la pandemia, si han vuelto al trabajo lo han hecho con la presión de ser “responsables” de la propagación (ya saben, el “ocio nocturno” del que hablan las autoridades y la prensa). Detrás de todo ello, o por encima, una clase política que seguía, que sigue, sin adoptar las medidas oportunas y enfrenta a los ciudadanos al desgaste de las estaciones: en verano debían tomarse unas buenas vacaciones, eso sí, en forma de turismo nacional, sin acercarse demasiado los unos a otros y agotando los últimos recursos familiares, porque en otoño e invierno la pandemia se recrudecería.
Hemos querido acercarnos a uno de los sectores atrapados entre medidas económicas y sanitarias, entre la categorización de “ocio” y la que les corresponde de “cultura”. Los clubes de música, en concreto los clubes de jazz, no atraviesan su mejor momento. No lo hacen en Nueva York, Madrid, Barcelona. Durante las últimas semanas, la alerta sanitaria y el comienzo del curso han puesto el foco en estas grandes ciudades. En la periferia la situación es aún peor: a la crisis hay que unir el olvido de esa tierra incógnita para políticos y medios de comunicación que un puñado de jazzmen se atreve de vez en cuando a regar con buena música.
El Clarence Jazz Club de Torremolinos sabe de crisis y transformaciones, de esfuerzos, de olvidarse de los complejos y acercar al público, a su público, a intérpretes más o menos consolidados -es indiferente mientras tengan un proyecto potente entre manos. El club se fundó inicialmente en Málaga, pero, pese a consolidarse como alternativa cultural en el centro de la ciudad, otra de las caras de esta larga crisis, la gentrificación, con la subida de alquileres que conlleva, lo expulsó y se vio obligado a cerrar. Tras un período de reflexión, reabrió sus puertas en Torremolinos en el peor momento posible, a comienzos de 2019.
Desde mediados de agosto el Clarence Jazz está cerrado: entonces, al comienzo de la segunda ola, se achacó el incremento de casos al ocio nocturno y se limitó el horario de apertura de los locales, sin distinguir a unos locales de otros, a los locales de música en directo de las discotecas, sin discriminar a los que sí cumplían las medidas de seguridad de los que no lo hacían. De un día para otro, los locales habían abierto para intentar rescatar el verano; de un día para otro, cerraron.
Javier Salinas aclara a Más Jazz que “no quiero que nadie me ayude, pero tampoco que me hagan la zancadilla. Me da la sensación de que sí están haciendo la zancadilla. Se está haciendo a diestro y siniestro. Lo fácil es: cerramos a todo el mundo otra vez, y ya se curarán ellos en su casa. Y parece que con el ocio nocturno -y para lo bueno y lo malo pertenecemos al ocio nocturno- se puede hacer lo mismo. Tengamos el aforo que tengamos, tengamos los protocolos que tengamos.” La incertidumbre atañe tanto al club en sí mismo, como a los conciertos. Al club, porque Salinas no quiere ni puede arriesgarse a abrirlo como en verano: “Ya me costó abrirlo en verano, porque ver a la gente con mascarilla… me cuesta creer que la gente esté disfrutando así, aunque sé que a esto hay que acostumbrarse. Yo calculo que, si no pasa nada raro, para el año que viene. No sé si habéis visto los comunicados, pero en Madrid hasta el 16 o 18 de octubre, supuestamente, no se reabrirá el ocio nocturno. En Andalucía no hay fecha.” A los conciertos, porque no hay fechas de reapertura del ocio nocturno y sí, en cambio, restricciones en los vuelos internacionales, una segunda oleada en ciernes, y “la promoción cuesta muchísimo. Los conciertos internacionales los pasamos a otoño, pero los estamos quitando directamente. En cuanto a los internacionales, no podemos hablar con personas que están comprando los aviones para que estén aquí y no puedan estar finalmente. A nivel nacional, puede ser algo más fácil, pero con suerte estamos hablando de noviembre-diciembre. La vacuna no es la solución, no es cuestión de que haya vacuna.”
En cuanto a ayudas públicas, Salinas está de acuerdo en que hay ministros (uno concreto: el de Cultura) que no están interviniendo en la coordinación de la crisis y que “tendrían mucho que decir. Si queremos ser un país abanderado y primermundista, la cultura no puede ser de segunda ni tercera división. Lo lleva siendo muchos años, por lo que no sorprende.” Afirma que “debería haber habido una criba más disimulada”, en el sentido de que se podía haber decretado el cierre matizando mucho más el tipo de locales, su sentido, con más previsión y más respeto por actividades del mundo de la cultura. La clase política, desde luego, tampoco ha respondido: “ningún político se pone de acuerdo, pero en esto se han puesto de acuerdo todos; parece que hay algo más detrás del cierre del ocio nocturno.”
Nadie toma la responsabilidad: ni Gobierno, ni Junta de Andalucía toman medidas concretas de apoyo a determinados locales y sectores culturales. El Clarence Jazz, sin ir más lejos, no ha podido optar a ninguna ayuda, aunque los trabajadores, al menos, sí se han acogido al ERTE, que “ni han cobrado”. “Han vuelto a cerrar sin decir qué contraprestación vamos a tener. Yo no tengo por qué tener pérdidas por la obligación de cerrar.”
Este es “el tercer cierre. El de Málaga nos costó un montón, lo pasamos fatal. Nos quitaron la sede porque fue imposible negociar el alquiler, aunque el cuarto y quinto año habíamos crecido hasta atraer a músicos de giras internacionales y el local se quedaba pequeño.” El traslado a Torremolinos, a un local más grande y una localidad que logísticamente podía resultar, desde un punto de vista, más atractiva (epicentro de la Costa del Sol, con una de las capacidades hoteleras más altas de Andalucía) culminó el 24 mayo de 2019 con un concierto de Chano Domínguez. “Fue después de seis meses de obra. Se buscó una acústica ideal, con dos zonas para diferenciar los conciertos. La trayectoria de estos meses es positiva, pero cada vez que intentamos crecer, surgen problemas. Reabrimos en julio [de 2020, después de varios meses cerrados por la primera oleada de COVID] y tuvimos que cerrar otra vez.” La trayectoria del club había sido positiva porque venía respaldada por un patrocinador importante, 1906, de Estrella Galicia, y porque había habido un crecimiento interesante en el número de socios: “en Málaga teníamos cerca de 400 socios [lo son mediante un pago anual y a cambio reciben diversos descuentos] y aquí la idea era duplicarlo, pero solo durante los meses que estuvimos funcionando llegamos a más de 500”. El público del Clarence se compone principalmente de sus socios, pero con la crisis del COVID y, definitivamente, con el cierre del verano, perdieron su segundo grupo más numeroso de clientes: el público extranjero, clave en una provincia como Málaga.
En este tiempo oscuro ha dado tiempo a cocinar una noticia positiva, un proyecto de cooperación entre clubes independientes de jazz que se anunció allá por mayo y que sigue en marcha, aunque en la sombra. “Si de algo ha servido esto -yo visito muchos clubes, sea de vacaciones, en el extranjero- es para asociarnos. Los clubes más minoritarios [Clasijazz (Almería), Jimmy Glass Jazz (Valencia), Sunset Jazz Club (Girona), BJC Bilbaína Jazz Club (Bilbao), Jazzazza (Algezares, Murcia) y Clarence Jazz Club (Torremolinos)] queremos defender la calidad dentro de los clubes de jazz y facilitar las giras nacionales de los músicos -nacionales e internacionales.” La futura asociación “visibilizará y reivindicará el jazz de calidad, pero también la periferia. Podemos hacer un transatlántico, porque estamos todos en la costa (Bilbao, Almería, Málaga, Murcia, Valencia, Girona).” “La idea -dice Salinas- es hacer una marca de calidad, un registro o certificado, y que quien lo posea respete unos cánones, tenga un bagaje, sepa lo que es un club, tenga un trato. La idea es trabajar en un futuro con Portugal -y si se puede hacer más extenso, genial, aunque en principio las miras están en aunar lo que ya hacíamos.” Lo que hacían, en el caso del Clarence, era apostar por proyectos más que por nombres, por jazz antes que cualquier otro estilo y anteponiendo el jazz nacional al internacional. La calidad, independientemente de la agrupación o la exigencia técnica, tiene cabida en el club: el jazz vocal o los conciertos acústicos suelen tener lugar en zona ubicada al final de la planta de calle; las bandas y los proyectos más arriesgados que precisan una acústica más envolvente tienen reservada la sala de la planta inferior, con capacidad para más de 500 personas.
Los clubes asociados, según nos adelanta, mantendrían plena autonomía. De hecho, aunque hay cánones muy claros, también “hay clubes que necesitan hacer actividades, como streaming, para sobrevivir, porque los clubes no dan dinero”. En concreto, el Clarence no se utilizará en ningún caso como discoteca a partir de las 00:00 o la 1:00. “No habrá sesiones de DJ, aunque desde que acaban los conciertos de jazz, el público se reduce al veinte por ciento.” Cuando acaban los conciertos, en el Clarence se siguen proyectando conciertos en una pantalla. Y el jazz continúa -sólo en un par de ocasiones ha habido sesiones de DJ, “pero con bases de funky y bossa nova”, matiza Salinas.
Hay, aparte de esa vía de trabajo con otros clubes, una comunicación continua con el Área de cultura del Ayuntamiento de Torremolinos, que ofreció al Clarence formar parte del Festival internacional de Jazz (tuvo lugar en 2019), celebrado con motivo del Día internacional del Jazz. “Pero hacer un festival, como iniciativa privada, con el esfuerzo personal y económico que supone, sin continuidad, sin un sentido claro de qué significa el apellido internacional”. A la deuda del ayuntamiento se suma que el Clarence está centrado ahora mismo en el club, en la apuesta por el jazz nacional y por generaciones más jóvenes. “Los festivales tienen que ser de renombre, pero los clubes no vivimos de ese día concreto, de las figuras internacionales que vienen un solo día.” La propuesta del Clarence Jazz se iba a haber materializado este verano en varias actuaciones de piano o bandas Dixieland en espacios públicos de la localidad malagueña y sesiones de cine mudo con piano en directo en una pantalla gigante en la playa. El objetivo es, en cualquier caso, “crear una base” que permita, quizá, en el futuro establecer un festival arraigado.
Este y quién sabe qué otros proyectos han quedado sepultados bajo los titulares dedicados al coronavirus. Con un modelo económico y laboral que da síntomas de agotamiento, la cultura sufre las transformaciones aceleradamente, cuando debería cocinarse a fuego lento. La cultura, el jazz en este caso, necesita, si estamos de acuerdo con Javier Salinas -y es fácil estarlo, en este punto- arraigar en sus oyentes. Para eso sirven los clubes: para dar forma a la sensibilidad de una población, algo costoso de por sí, pero aún más difícil (piénsese por un momento en los trabajadores en ERTE, o en los que ya habrán perdido su empleo en el sector) si se generalizan las transmisiones de conciertos por streaming (si, con suerte, se realizan), conciertos que trazan un abismo entre músicos y audiencias y diluyen el concepto de música “en directo”, y la difusión gratuita de contenidos culturales, como la que observamos en los meses de la primera oleada.
Desde aquí sólo podemos desear que, pese a adaptaciones, zancadillas y peleas de gallos políticas, podamos seguir disfrutando, con seguridad, quizá con menos aforo, de la música en vivo, del olor y el tacto de los clubes, esos sitios raros donde gente rara se reúne a escuchar una música rara que por momentos agoniza.