Texto y fotos: Antonio Torres Olivera
De nuevo, julio se convierte en el vehículo necesario para iniciar un peregrinaje que, desde hace años -muchos-, iniciamos un grupo de aficionados del sur para dejarnos caer por una tierra que, además de múltiples atractivos que no hacen falta destacar, concentra en poco tiempo citas jazzísticas que son referencia en el conjunto del país desde hace décadas, como son el caso de San Sebastián, que ha afrontado su 59º edición, o los casi cincuentenarios de Getxo y Vitoria, con las ediciones 46º y 47º, respectivamente. No siempre es posible hacer el recorrido completo, pero empieza a ser una costumbre garantizar nuestra presencia en, al menos, Vitoria y San Sebastián. Así ha sido este año, primera parada en Vitoria para cubrir el evento, por un lado, como aficionados fieles y, por el otro, en mi caso, también como colaborador en diferentes medios de prensa y radio, así como perseguidor de momentos únicos como fotógrafo freelance.
Yo diría que el Festival de Vitoria-Gasteiz es un festival de jazz amable, porque Vitoria es una ciudad amable, coqueta, que es consciente de sus limitaciones, pero que eso no le impide ser ambiciosa en su planteamiento en la programación de un evento con muchos años de historia y que, como todos, ha tenido también sus crisis, pero también ha sabido resistir a ellas y superarlas. En una entrevista que estos días hice a Íñigo Zárate, director del festival, le pregunté cuál era el secreto de la supervivencia -pregunta no carente de añoranza y cierta envidia, ya que el Festival Internacional de Sevilla, en el que yo estaba directamente implicado, comenzó tres años después que el de Vitoria, en 1980, pero que solo pudo desarrollar quince ediciones-, a lo que Zárate me contestó algo muy razonable: “la supervivencia depende de un apoyo institucional mantenido, de una tradición que se instala y desde luego de que la ciudad lo haga suyo”. Realmente esa es la cuestión, como pasa en San Sebastián y en Getxo, esa semana la ciudad se transforma y el jazz invade espacios, se hace visible y recibe con cierto orgullo gente de fuera que, como nosotros, se deja llevar por la música que la apasiona.
Desde luego el Festival de Jazz de Vitoria-Gasteiz no es solo lo que ocurre en el Polideportivo de de Medizorrotza, aunque el “Mendi” sea el espacio de convergencia donde confluye todo y donde supuestamente ocurren, aunque no siempre es así, las cosas más importantes. Especialmente interesante ha sido la programación que el festival ha producido en el Teatro Principal Antzokia, con seis concierto que han reunido a artistas emergentes como la cantante Christie Dashiell, con único concierto en España presentando su segundo disco, Journey In Black; o representantes más que reconocidos de la vanguardia neoyorkina como la pianista Myra Melford, que presentaba uno de sus últimos proyectos, grabado en 2022, Hear the Light Singing, con un cuarteto de mujeres en el que sorprendieron, por ser habitualmente líderes de sus formaciones, la guitarrista Mary Halvorson y la saxofonista Ingrid Laubrock.
Mucha expectación traía la actuación el tercer día de la pianista y compositora suiza Sylvie Courvoisier por la presencia en su sexteto de una leyenda viva del jazz contemporáneo, el trompetista Wadada Leo Smith que con sus ochenta años no adoptó ningún protagonismo especial en el concierto. Aunque la pianista reside hace más de veinticinco años en Brooklyn, no puede negar la influencia determinante de su origen europeo en lo que a su conceptualización de la música contemporánea se refiere. Concierto complejo, estructurado y con atmósferas cambiantes llenas de ostinatos atonales sobre los que se abren espacios de improvisación para los músicos, acotados por las exigencias del proyecto. Una propuesta interesante que nos acerca a nuevos senderos por donde camina la música de nuestro tiempo.
El cuarto concierto de la serie del Teatro Principal daba cabida a una representante del jazz del país, la pianista catalana Clara Peya. Propuesta original que nos aboca a la controversia -en la que, por supuesto, no voy a entrar- de establecer donde están los límites de los estilos musicales y que en este caso se resuelve con la clasificación de “inclasificable”. El siguiente concierto en el Principal nos traía al guitarrista mejicano Eddie Mejía, joven músico instalado en Barcelona y que se ha rodeado de músicos residentes en esta ciudad actualmente, como el contrabajista Masa Kamaguchi y el más reciente, el saxofonista norteamericano Brian McHenry y, por supuesto, el reputado batería catalán Ramon Prat al que veríamos poco después en Donosti acompañando al pianista Marco Mezquida. Muy bien arropado el guitarrista, añadiendo una sorpresa más al concierto, la presencia de la cantante Marta Garre. Músico joven Eddie Mejía, que dejó buenas sensaciones e interés en su evolución. El ciclo del Teatro Principal terminó con alguien esperado, el francés Baptiste Trotignon en trío con un proyecto no exento de riesgo, como es el contenido en su último trabajo grabado Brexit Music, en el que pretende recrear, desde su visión personal, la época dorada del pop inglés, con temas de artistas tan conocidos como Queen, Police, e incluso The Beatles, entre otros. Meterse en ese jardín implica que el público se posicione e incluso, tal y como está el patio, que se polarice entre los que les interesa el proyecto y los que no consienten versiones alejadas de sus ídolos, aunque nunca fue esta la intención del músico al afrontar este trabajo. En fin, buena música en cualquier caso que cerró un ciclo que deja abierto un espacio de incertidumbre para el futuro más inmediato ya que el Teatro Principal cierra sus puertas para una profunda rehabilitación, lo cual obligará a la dirección del festival a buscar alternativas que cubran con garantías este espacio tan emblemático para un tiempo todavía no definido. Es importante destacar el papel de estos teatros como complemento necesario de los festivales y muchas veces como espacios preferidos por el público que busca escenarios más íntimos y de sonido menos amplificado, lugares donde se suele encontrar, como en el caso de Vitoria, música interesante de nueva factura.
Para continuar, nos vamos al “Mendi”, toda una institución en lo que al Festival de Jazz de Vitoria-Gasteiz se refiere desde la segunda edición del festival en 1978, ya que la primera se hizo en el también polideportivo de Lándazuri. Los comienzos, como lo hacía San Sebastián desde 1966, el festival era un concurso de grupos no profesionales, hasta que en 1981 comenzó una programación de importantes figuras, sumándose a Festivales que iniciaron en 1980 su andadura, como el de Granada y Terrassa (aún vigentes) y el de Sevilla (caído en 1995). Mendizorrotza es un espacio donde entran cuatro mil personas y que ha ganado en calidad de sonido en las últimas ediciones; un espacio muy querido por los aficionados que luchan por tener un lugar de cercanía a los músicos.
Mi experiencia en las colas de entrada en los festivales de jazz da para escribir un anecdotario completo de relaciones entretejidas durante horas de espera, con la intención de lograr un sitio en primeras filas para seguir los conciertos. En este sentido, Vitoria no ha sido una excepción. Dos semanas de cola, una el pasado año y otra este, han sido suficientes para establecer un vínculo con aficionados que siguen la misma liturgia. En los últimos cuarenta y siete años, los aficionados más asiduos comparten historias e incluso se reunían para comer alguno de los días del festival: Carlos, que no ha fallado ninguna edición; el gaditano que sube desde hace más de veinte años; algún compañero fotógrafo que no le es suficiente estar acreditado y que, como nosotros, adquiere el abono para seguir de cerca todos los conciertos; gente que comparte añoranzas sobre los que pisaron el escenario del Mendi y que, estoicamente, aguantan de pie, al menos dos horas, hasta que las puertas se abren, independientemente de la climatología cambiante en un lugar con poca, por no decir ninguna, sombra.
Como siempre, dos conciertos diarios y con una buena costumbre, al menos en las últimas ediciones, la de abrir los conciertos con un proyecto de una figura de nuestro país. El pasado año fue el contrabajista Baldo Martínez con su Música Imaginaria, encargo de la organización del festival que ha sido grabado en disco y presentado en rueda de prensa el primer día del festival de este año (aprovecho para agradecer a Baldo el haber utilizado una de mis fotos del concierto del pasado año para la carátula del disco). Este año abría los conciertos en el Mendizorrotza alguien de la casa, el vitoriano Pablo Martín Caminero -la cosa va de contrabajistas-, a quien, además, pude ver unos días antes en un contexto totalmente distinto, en trío, acompañando al pianista Alex Conde en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo dentro del Ciclo de verano de la Asociación Sevillana de Jazz (ASSEJAZZ). En esta ocasión, Pablo no venía solo, ni mucho menos, sino que estaba flanqueado por dos colaboradores habituales: el pianista Moisés Sánchez y el batería Borja Barrueta, además de una gran big band, la más que contrastada NDR de Hamburgo, un elemento sorpresa, sobre todo por el contenido del proyecto, tendiente al jazz-flamenco al que el contrabajista ha dedicado mucho esfuerzo en los últimos años. El resultado fue potente, con momentos importantes en los solos del contrabajista y de Moisés Sánchez, además de la grandilocuencia de la orquesta, de la que hacían parte grandes músicos que brillaban interpretando los arreglos de su director, el noruego Geir Lysne. El público disfrutó y valoró la complejidad del proyecto, por lo que Pablo Martín Caminero creo que se marchó satisfecho de triunfar en su propia tierra.
El segundo concierto de la tarde nos traía a una batería que no se prodiga mucho por Europa, Terri Lyne Carrington. Como es habitual en ella, Terri Lyne nos presentó un proyecto de música comprometida, elaborada y exigente, utilizando elementos reivindicativos a través de la danza y la poesía, que evolucionaban sobre un entramado musical representativo de su larga lucha por defender el papel de la mujer en el jazz mediante la interpretación de composiciones de mujeres, que fueron interpretadas por un sólido cuarteto donde destacaba el peso del pianista Aaron Parks, además del sólido soporte rítmico que aportaban el contrabajista Mats Sandahl y la propia líder del proyecto. A destacar la presencia de la trompetista Milena Casado nacida en Lanaja, un pueblo de Huesca y residente actualmente en Nueva York, donde reside tras su paso por la Berklee College of Music y que ha sido considerada como una “revelación” por The New York Times. Intérprete con un sonido muy personal y que anuncia un disco como líder al que habrá que estar atentos. Finalmente, la bailarina y narradora Christiana Hunder, que aportaba al proyecto visibilidad plástica, concreción estética y narrativa comprometida con la lucha en la que Terri Lyne Carrington está embarcada desde hace muchos años. Propuesta interesante, poco habitual para el jazz en los últimos años, pero en absoluto inédita.
Segundo día en Mendizorrotza con dos ofertas de peso: La primera -la que más expectativas tenía para mí-, la del vibrafonista Joel Ross. Una figura emergente dentro del entramado Blue Note -lo que ya puede poner en duda el propio concepto de “emergente”-, un músico joven de edad pero con una gran madurez en la concepción de sus proyectos; un músico que, como lo hizo el pasado año Inmanuel Wilkins en Vitoria, es capaz de crear atmósferas convincentes, que suenan a innovación, a caminos inexplorados pero recorridos con una gran solvencia. Joel Ross se presentó en Mendizorrotza con un nuevo trabajo Nublues (Blue Note, 2024) -el cuarto en esta discográfica-, toda una declaración de intenciones para explorar raíces de la música afroamericana con composiciones propias y dos versiones que homenajean a dos de los grandes: John Coltrane (Equinox) y Thelonius Monk (Evidence). El grupo que lo acompañaba, básicamente, fue el que participó en la grabación del álbum, excepto por el saxo alto, Inmanuel Wilkins, y la flautista, Gabrielle Garo. En esta ocasión estaban, sin embargo, Jeremy Corren al piano, Kanoa Mendenhall al bajo y Jeremy Dutton a la batería, a lo que había que añadir la presencia de la saxofonista María Grand, artista a la que tuve la oportunidad de entrevistar y escuchar en Sevilla en noviembre del pasado año en un proyecto muy personal y de mucho riesgo junto a la pianista Marta Sánchez. Allí ya me interesó mucho porque, aunque prácticamente no tocaba el saxo, sino que cantaba, lo poco que interpretó me pareció interesante, un sonido personal que transmitía sensibilidad y fragilidad. En Vitoria, demostró la gran interprete que es, aportando valor al proyecto de Ross. Un gran concierto que, para mí, puede que haya sido el mejor de la edición de este año.
La segunda actuación, no por conocida menos esperada, a cargo de la cantante Cécile McLorin Salvant -quien había actuado por primera vez en Vitoria diez años antes, en aquella ocasión en el Teatro Principal-. Ninguna sorpresa en cuanto a la calidad de su interpretación, una voz privilegiada con diversidad de registros y una gran profesionalidad para manejar el concierto junto a los tres músicos que la acompañaban -muy a su medida-: El pianista Sullivan Fortner, el contrabajista Yasushi Nakamura y el batería Kyle Poole. No fue ninguna sorpresa el contenido que eligió -lejos de sus últimos trabajos y repleto de standards de ejecución perfecta-, que incluyó bises en castellano con temas como “Gracias a la Vida” o “Todo es de Color”, que también escuché en Sevilla dos años antes. Quizás demasiado previsible, aunque la dinámica del concierto pareciera improvisada.
El tercer día de conciertos en Mendizorrotza fue un día de grandes contrastes, abrió la tarde el que quizás resultase como el concierto, a priori, más controvertido del festival -probablemente acentuado por la estela mediática de algunos de sus protagonistas que por los contenidos reales de sus propuestas-. Había escuchado al grupo gallego Sumrrá en un escenario muy especial, la playa de Zahara de los Atunes, un par de años antes y me impresionó la solidez de su propuesta: Música propia, esférica, espacial, desarrollada con elementos absolutamente acústicos. Su encuentro con un personaje como es el Niño de Elche, que añade su voz -una gran voz- y mensaje a esa música. Colaboración con beneficios bidireccionales que, sin duda, merece continuidad. La apuesta era arriesgada para el festival, pero una vez más, y ya son muchas, creo que los programadores acertaron. El resultado no dejó indiferente a nadie, pero el impacto terminó siendo positivo y apreciado por el público que (casi) llenaba el polideportivo. Fuera queda, como siempre, la intención de buscar y añorar esencias, un ejercicio que casi siempre es baldío.
En segundo lugar, de nuevo, dos grandes en el escenario, dos músicos que se mantienen en forma como son Michel Camilo y Tomatito. Culpables en gran parte del lleno del estadio ese día, con una propuesta que nunca falla, y que, en sus manos, sigue resultando convincente: “Spain”, “Spain Forever”, “Spain Forever Again”…Seguimos…
Llegamos a nuestro último día en el festival, que no el último en la programación. Dos apuestas por la música cubana desde perspectivas muy diferentes. Abrió la tarde la cantante, violinista y compositora Yilian Cañizares con su trío, presentando el proyecto Resilience, una búsqueda de la música cubana con mayores raíces africanas, con acompañantes que refuerzan esa intención, el bajista Childo Tomas, de origen mozambiqueño, y el cubano Ernestico Rodríguez Guzmán a la percusión, soporte sobre el que navegó el violín y la voz de Yilian, consiguiendo un sonido personal que, aparentemente, caló en el público -aunque no insistió mucho en el bis, quizás impaciente por escuchar a la figura de la noche-.Esta no fue otra que Chucho Valdés.
Se presentó en Vitoria haciendo un homenaje al mítico grupo de música cubana Irakere, que cumplía cincuenta años de su conformación, grupo donde realmente el único superviviente era el propio Chucho, aunque dentro de la banda había descendientes de sus fundadores, incluido el hijo del propio Valdés. Chucho demostró que, a sus ochenta y tres años, conserva la energía, el espíritu y, desde luego, la capacidad técnica en el piano. Concierto vibrante que se hizo corto para un público que bailó y aplaudió con los mayores decibelios del festival y en el que destacó, además de Chucho, el percusionista Roberto Jr. Vizcaíno. Energía en estado puro que se transmitió a un público que seguía bailando camino de la salida.
El festival de Vitoria no se limita a los escenarios principales a los que me he referido. La calle ha tenido una oferta variada en diferentes puntos de la ciudad durante los días del festival. En lo nocturno, se han multiplicado las actuaciones en diferentes establecimientos que han colaborado, además de las jam sessions del Hotel Silken, un clásico para encontrar sorpresas inesperadas; a eso le añadimos las conferencias, master classes, presentación de discos, debates y ciclos de cine. Una oferta que la dirección del festival trabaja para que la ciudad viva el jazz, con su gente y con la que acude de fuera todos los años.
El último día el público joven se preparaba para un cierre del festival diseñado especialmente para ellos, hip hop y rap con doble programa conformado por We Rep The Hardest y el mediático argentino Trueno, una apuesta que, para algunos, puede parecer arriesgada, pero quien así piensa, probablemente, desconozca por qué claves transita el jazz urbano que se mueve hoy en día por las grandes ciudades de los Estados Unidos.
Nosotros seguimos ruta obligada para el norte y estoy seguro que el año que viene nos seguiremos encontrando con la gente de la cola, eso espero…
1 comentario en «De nuevo, Vitoria. Una vuelta a la XLVII edición del festival.»
Excelente reseña del festival. Ha habido un gran nivel, buenos conciertos y ganas de más. Espero que no haya que esperar hasta julio de 2025 para volver a disfrutar del jazz.
Un abrazo, Antonio.