Texto: Daniel Román
Una biografía, aquello que nos contamos —o nos cuentan— sobre nuestro pasado, suele ser más o menos uniforme: infancias complejas, búsquedas identitarias, estabilidad, madurez y la apacible sabiduría. Pero no siempre es así. Esos acontecimientos, algunos de ellos insalvables para muchos, resuenan cuando pulsamos una nota o nos enfrentamos al despiadado juicio del público que nos escucha. El atiborrado universo que habita en nosotros suma tantas voces como acontecimientos.
Desde muy pequeña, el peso de las expectativas se posó en los hombros de Maureen Choi como frutos desmesurados que otros dejaron de cargar. La música, una vez más, no es lo que se dice de ella. Para algunos, es un deseo imposible, una búsqueda, un lugar para apaciguarse allí donde la bruma oculta el alambrado. Para otros, es la posibilidad de una vida mejor, el desarrollo obligado de un talento que nadie pidió tener; la apuesta familiar de la niña prodigio.
Un hogar es un caracol que sedimenta desde sí una pausa ante el temporal. Maureen sabe de tormentas y ahora, con tranquilidad, sostiene algunas certezas: es una violinista excepcional que, atendiendo a sus capacidades, diseña el sonido que mejor le acomoda. Su estrategia parece sencilla, pero encierra algunas singularidades: toca el piano, es madre, baila salsa, cocina espectacularmente. Sus padres son coreanos, vivió en Michigan, en Florida, estudió en Berklee y se enamoró del jazz.
Como suele ser habitual en estos casos, no existe un lugar que coincida por completo con su identidad. Es coreana en Estados Unidos, estadounidense en España, clásica en el jazz, jazzista en el flamenco, mujer en un universo de hombres y madre entre padres que disfrutan de un tiempo que, por costumbre, saben que les pertenece. La música de Maureen es todo esto a la vez.
¿Por qué el violín? Porque las notas del violín no se extinguen, señala. A diferencia del piano, el violín sostiene lo que su intérprete pueda sostener, todo el tiempo que sea capaz de soportar. Una nota del violín podría ver florecer un olivo, por ejemplo. Maureen, con la fuerza de los sobrevivientes, parece desbordar una y otra vez el espacio asfixiante que se le intenta asignar; cambiando de color, adaptándose, inquieta y disciplinada. Dice que se cansa de luchar todo el tiempo. Lógico. Me comenta que está en paz. Le propongo escribir un libro sobre su método compositivo, que desde mi perspectiva reúne dos elementos que no deberían separarse nunca: investigación e interpretación.
El jazz, estoy casi seguro, no es el género al que queremos pertenecer, sino el seudónimo que damos a ese espacio de libertad donde vibra el vacío constitutivo que nos devora. El jazz que defienden los puristas es una música con una geografía concreta y estilos definidos que los estadounidenses se arrogan; somos sus espectadores. Nuestro jazz, el de las que no tenemos país, ni lengua, ni claridad respecto a nada, es llamado así para designar el conflicto interno que cada músico acarrea cuando, por necesidad o deseo, deja de ser quien creía ser. Ese jazz viene de la India, Sudamérica, Corea o España.
El jazz no es un estilo, sino un intervalo; la forma expresiva que adopta la música de las que, enfrentándose a la complejidad de ser ellas mismas, desprenden esta sonoridad polisémica. La resonancia del diálogo de la compositora con sus fantasmas. Este es el contundente jazz de la laureada violinista coreano-estadounidense asentada en Madrid, que toca flamenco: Maureen Choi.