La poesía de la música; la música de la poesía
Texto: Daniel Román
Me sumo, por inercia, al ancestral problema de priorizar entre géneros: que la música es lo primero, que la poesía es arte mayor, que la música es poesía sin palabras, que la poesía tiene música. La poesía, tangencialmente, trabaja con el mismo material que utilizamos para organizar la vida diaria, nuestros afectos. Y las palabras no son las cosas: son esquivas, cotidianas, y las compartimos también con los grandes conglomerados económicos, que las utilizan para promover sus productos mediante eslóganes, y con los políticos, con sus discursos horribles y oraciones pegajosas.
Como he escuchado por ahí, estamos dentro del lenguaje o, dicho de otra forma, no podemos salir de él. A Zo Brinviyer, en nuestro primer encuentro en persona, le pregunto por su nombre completo –impertinente– y me dice que es como Zoe, pero sin la «e». Zo. Recuerdo algún libro de Hannah Arendt donde usaba esta palabra griega (o tal vez era en La fuente griega de Simone Weil) y me quedo en esa imagen de la diferencia entre Physis y Zoe. El asunto es que esos momentos de divagación en los que dejamos de estar, por la alteración del presente, atraídos por un fantasma inapropiado o una pregunta que apremia, son sobre todo un lugar deseable: aparece, como en la escena del circo de la película El gran pez de Tim Burton, cuando el protagonista se enamora, como un corte profundo en la temporalidad del presente. Cuando vuelve en sí, desde aquella captura, ya es de noche. La intensidad anula los sentidos y nos coloca, inevitablemente, en algo que desconocemos.
Pensar es lo mismo que enamorarse, dicen Brenet y Agamben en Intelecto de amor: la mecánica es idéntica en cuanto a que los sentidos, que inician el proceso, conectan con nuestros fantasmas y, embobados, desaparecemos de la faz de la tierra. Le llaman “conjunción” y Averroes lo describe como la felicidad suprema. Así, por fracciones de segundo, producto de una poderosa inmanencia que viene desde dentro, desde un lugar en potencia, no somos y alcanzamos, al mismo tiempo, la felicidad.
Voy al concierto de poesía y música de Zo en la sala Villanos y, como bien sabemos, la música potencia las palabras. Le da un plus físico que parece retrotraerlas a ese origen melódico que, en su devenir trágico y comunicacional, han perdido irremediablemente –excepto en la poesía, claro–. Zo da talleres de escritura a jóvenes en contextos de vulnerabilidad. Lo cuento porque me impresiona. Igual que me impresiona que viva en la Sierra, su cercanía y admiración por Cuba y este proyecto excepcional de musicar poemas en vivo con jazz. Otra cosa: es dramaturga. O sea, la poesía en su vida no es solo un desvío apasionado por el formato del verso. Tal vez la dramaturgia se camufla de poesía –en el fondo, traduce– o mejor aún no habría que establecer ahí un límite y me desdigo de todo.
El teatro, o la teatralidad, suma un componente estético a su puesta en escena del cual Zo es absolutamente consciente. Lo de la poesía con música busca, más que un rendimiento en el terreno de la comunicación, un matiz afectivo. Una interrupción mental –en el sentido de anular la razón– para llevarnos justamente a esos lugares donde gustosamente dejamos de ser. Pensaba, al inicio del texto, conectar con ciertos conceptos académicos para interrogar la relación de las melodías con los textos, el trabajo de construcción de los poemas, dar a conocer mis autores favoritos, abordar la complejidad entre cuerpo y género en la escritura, el sentido de la poesía, el para quién de la poesía y la política del gesto. Hacer de crítico, finalmente. Pero no. Cada vez creo menos en la crítica como juicio descriptivo y moralista, en el sentido de las evaluaciones y las categorías (desde el campo de expertos que definen, como en el circo romano, lo que debe vivir o morir), y me quedo con la escritura estéril de la sensación, de aquello que, a través de la música y la poesía, nos disuelve.
Lo de Zo es poesía, flores, música, sanación, viaje, melodías y ritmos cubanos. Lo mío es estar atento a esas rendijas del presente que, si se describen, nos mienten, pero que, pendiente al discurso del cuerpo, me permiten sumar otro poema al poema de la experiencia sonora. La propuesta de Zo es un portal donde las palabras pierden su intención comunicacional –el núcleo hegemónico de su definición moderna– para reverberar junto a los solos de trompeta y los jardines de girasoles que inundan el escenario.