“Hagamos del acontecimiento del pensar una fiesta capaz de suspender las formas y modos naturalizados” Rodrigo Karmy Bolton: “Gusto, risa, política”
Texto y Fotografía: Daniel Román
Se queda uno mirando el movimiento del danzante: los pliegues, la levedad, los músculos tensados, los giros adiestrados. Pero la reverberación del aire que ese movimiento agita nos es imperceptible. Ese aire que se agita es el mismo que ingresa a nuestros pulmones. Respiramos movimientos también. La percepción, acotada a la razón, evidentemente es una clausura respecto a la amplitud que somos capaces de recibir. Didi-Huberman expone el libro De anima de Aristóteles, la película El caballo de Turín de Béla Tarr, un manuscrito de Pasolini, las partituras de Scarlatti.
Fui al museo y, en realidad, ingresé a la intensidad desplegada de un mundo perceptivo que piensa desde los objetos que lo conmueven. Todo está en todo; pensar es pensarlo todo, no porque seamos capaces de ello, no por el todo como totalidad, sino el todo como el espacio atmosférico común que conecta una filmografía con un tronco de madera carbonizado de la Segunda Guerra Mundial. Los objetos –la música– no son políticos por el discurso que portan, o porque dicen lo que deseamos realizar, sino por la potencial conexión de la memoria, estremecida, allí donde somos conmovidos, con aquello que irremediablemente nos hizo vibrar.
Lacan dice que las imágenes constituyen experiencia. Yo digo que los acontecimientos decisivos de nuestras vidas, que estallan en risas o lágrimas, se nos pegan de tal forma a la piel que definen nuestra singularidad. Mi abuela tenía siempre olor a lejía en las manos; “lavaba ajeno” para sobrevivir. El olor a lejía del gel de baño que uso cuando limpio, son las manos de mi abuela. Irremediablemente. Están ahí sin yo quererlas: suaves, torcidas, bruscas, punzandome en el anima, el alma, la psiquis. La pienso mientras huelo o, mejor dicho, porque huelo pienso; nous, la palabra griega esa de la gnose-ología del pensar el pensar, viene de olfatear.
La música entonces podría no ser la organización humana de tales movimientos que derivan en una sala de concierto, sino el recuerdo de la continuidad material que implica habitar una atmósfera que es también la posibilidad de la propia vida. Respiramos música no porque suene, sino porque ese aire revuelto inunda nuestra sangre. Lo de Didi-Huberman, la curatoría de esta bella exposición, no es una exhibición aleatoria de materiales, escenas y objetos. Es la aplicación de un concepto de pensamiento –una gnoseología– que de facto asume que no se puede pensar sin afecto. Que la imaginación es el motor del pensamiento, que todo está en todo.
La razón moderna, analítica, racional, nos dice que hay que desafectarse del objeto de estudio para ostentar objetividad. Didi-Huberman nos dice, por el contrario, que solo se puede pensar con los sentidos, con nuestros fantasmas. Mi pensamiento no me pertenece, sumando otra veriente, porque no lo puedo gestionar, administrar, conducir. Los sentidos nos gobiernan. Esos objetos museales organizados por Didi-Huberman se despliegan como objetos afectivos y pensados de la singularidad que expone para establecer una interrupción donde se conjugan el mundo y las imágenes. El pensamiento es único, incorruptible, común. La autoría una ficción. Los solos de jazz desaparecen. La música desaparece. Nuestra intencion no coincide con nuestros fantasmas. El instrumento miente si no somos capaces de conducir estos afectos a esos sonidos. La música es solo otra forma de alterar el aire que respiramos. Por eso su inmenso valor y su nimiedad.
Bajo las bombas, los niños aún son capaces de utopía.