En su primer número publicado, allá por 1998, la revista Más Jazz recogía entre sus páginas esta interesante entrevista al legendario saxofonista tenor americano, Johnny Griffin, una de esas grandes leyendas que tristemente ya no se encuentran con nosotros.
Recuperamos dicha entrevista, realizada por Mario Benso y publicada en el primer número de la revista.
Por: Mario Benso
Was I in the band?
Diciembre 2. Con la ayuda siempre amable de Cifu -y tras degustar unas formidables patatas con carne que nos ha preparado su adorable ángel guardián, Isa-, llego a Barajas para recoger a uno de los últimos grandes del saxo tenor del jazz. El vuelo de Burdeos llega puntual, y al poco la figura menuda e inconfundible de Johnny Griffin atraviesa el acceso al vestíbulo. Como siempre, sonríe y estrecha con afecto la mano que se le tiende. Su aspecto parece algo cansado, pero inalterable: ahí están las patillas anchas como deltas de un río imaginario, el bigote que se derrama a ambos lados, el triángulo de pelo bajo el labio inferior tan emblemático de los boppers -todo ello bañado por una escarcha canosa que delata esos 70 años que cumplirá el próximo abril-, la boina y las gafas de sol incuestionablemente horteras (pero, a buen seguro, carísimas). En el coche, la conversación arranca con una triste noticia:
‘¿Sabéis lo de Francis Paudras? Se suicidó hace una semana. No aguantaba más y… ¡Bang! Ayer fui a su entierro; estábamos un montón de músicos…’
Uno piensa en el trágico destino que, más allá de la amistad, unió a la hora de la muerte a Bud Powell y Paudras, la autodestrucción y el suicidio. Dos parábolas extremas del hombre abandonado a su suerte, del náufrago.
Cifu trae a escena viejos recuerdos de visitas anteriores, formaciones y conciertos que permanecen en la huella de la memoria del escritor, pero que con frecuencia se desvanecen de la del músico, acostumbrado a recordar tan sólo la fecha y el lugar de la próxima actuación.
‘Was I in that band?’ La prematura noche del invierno se abalanza sobre los tejados de Madrid. En el vestíbulo del hotel, entre santurrones con túnica y ancianas de quién sabe dónde, Griffin entabla amistad rápida con botones y empleados de recepción. Esa noche aún no desenfunda su Selmer, que no tarda en confiarme en un gesto inusual entre saxofonista. No le des más vueltas: es que pesa mucho, compañero.
Mario, you got my medicine?
La furgoneta no es un Cadillac, pero sí confortable. El viaje a Valladolid no debería durar más de un par de horas y media, y transcurre bajo un cielo azul pálido surcado por nubes que presagian lluvia. A la altura del Valle de los caídos llamo la atención de Randy Johnston (Detroit, guitarrista) y Joey De Francesco (Filadelfia, órgano) hacia el tenebroso túmulo fascista donde se pudre el dictador. Mientras, Idris Muhammad desparrama un sinfín de historias, salpicadas por carcajadas e hilarantes imitaciones del tono chillón de voz de Lou Donaldson.
Sí, John, tengo conmigo tu botella de vino francés. Esa noche, en Pucela, tu saxo se escucha por vez primera en la gira. Al principio parece resistirse, pero poco a poco va surgiendo, como un barco entre la niebla, la bravura inconfundible del viejo león, tu chulería, tu autenticidad. Los jóvenes músicos se miran y sonríen: esto es aprender, y no la escuela.
Fin del primer día. Esta noche dormirás en tu cama, me dice con envidia. La vida de un músico transcurre en su mayor parte en hoteles: se echa de menos los lugares queridos, el afecto de los tuyos. Afortunadamente, hay televisión. En el vestíbulo, Griffin utiliza por primera vez en su vida un teléfono móvil: lo agarra con precaución y hasta desconfianza. Su primera palabra: Baby?
Where is the doctor?
No parece sentirse muy bien esta mañana.
‘Creo que fue el otro día, en el entierro. Hacía frío en la iglesia, y me duele la espalda. ¿Conoces algún quiropráctico?’
Con la ayuda de un amigo localizo a Cristina Arango, fisioterapeuta morena y encantadora. Poco antes de comer nos presentamos en su consulta.
‘Bueno, ¿y dónde está el médico?’, me pregunta.
‘Éste es el médico’.
Su rostro se tuerce en una mueca de sorpresa. Al poco rato, los sabios brazos de Cristina recorren el achacoso cuerpo del pequeño gigante auscultando averías, recomponiendo desmanes y relajando tensiones. Asisto en silencio a una singular coreografía de extremidades que se unen y se separan, de torsos que se deslizan, de rodillas que viajan arriba y abajo, de dedos que ascienden con destreza por la espina dorsal.
Mujer intuitiva como pocas, Cristina capta muy pronto el carácter básico del jazz como forma de vida, como experiencia convertida en notas.
‘Y después del entierro del otro día, ¿pensaste en la muerte, en tu propia vida?’
‘¿En mi vida?’, responde Griffin con asombro. ‘Pues no … Verás, es que ya es demasiado tarde para eso, soy mayor… Bueno, quiero decir que me importan mi familia, la música, pero no pienso en el futuro…’
‘Ya, el carpe diem’.
‘¿El qué?’
‘Vivir al día’.
‘Mi problema es tal vez que soy poco disciplinado, no consigo cuidarme como debiera. Además, no soporto el sufrimiento, el dolor físico’.
Paciente y doctora llegan así a terrenos lindantes con lo ontológico, y uno sonríe al pensar en las tonterías que a veces preguntamos los llamados críticos en las entrevistas.
‘¿Sabes? Estás más guapo tumbado que de pie’.
‘¡Vaya! ¡Ese es el insulto final!’
Risas.
Toda escena con Johnny Griffin termina casi inexorablemente en un ardid cómico. Cogido por sorpresa, el saxofonista se deja tratar como un niño por una profesional que sabe ganarse su respeto y cariño por la vía más sencilla: sin cobas, ni precauciones: de tú a tú. Volveremos al día siguiente, y al siguiente. Nace una amistad pura y simple. Esa noche tocará más feliz que nunca, por supuesto.
Get your own sound and play, man, play!
Consejos distendidos a un joven músico leonés: en el jazz no cabe la imitación. Hay que buscar ese yo oculto que se nos esconde huidizo, agarrarle del cuello y sacarle afuera, al calor del sol. No valen las medias tintas: hay que salir a ganar.
Mientras aguarda atento su salida al escenario (donde Randy, Joey e Idris calientan al público con su jazz generoso en swing y aceite de blues), Griffin juguetea con un vaso de agua, monta con su presteza su Selmer (cuya embocadura guarda en un viejo calcetín marrón), o me cuenta sonriente historias en tomo a nombres que lanzo al azar, evitando siempre introducirme en un formato rígido de pregunta-respuesta.
‘¿Tete? ¡Qué personaje! Le conocí en Dinamarca, cuando sustituyó a Kenny Drew en un bolo. Yo me decía: ¿Pero quién es este tío? Luego pude comprobar que tocaba maravillosamente. ¡Era extraordinario! Recuerdo las risas que hacían juntos él y Roland Kirk, por lo de la ceguera… Y me acuerdo también de un concierto en Manresa; volvimos a quedarnos sin pianista, y alguien llamó a Tete, pero él no quería ir. así que cogí el teléfono y le dije: ‘Oye cabrón, ¿qué es eso de que no vienes? Haz el favor de venir inmediatamente, ¿me oyes?’ Y apareció a los pocos minutos…’ (risas).
‘¿Billy Higgins? Sí, parece que vuelve a estar bastante bien. ¡Qué gran tipo! ¿Sabes que le llamo Uncle Sidney? Es que es igualito que un tío mío que se llama así…’
En otras ocasiones cambiamos impresiones sobre cocina, un Arte muy vinculado al mundo del jazz desde siempre.
‘Tienes fama de gran cocinero’.
‘Bueno, no tanto. Hago unas cuantas especialidades: chile con carne, cosas así…’
Habitante de Francia desde 1962, Griffin saborea éstos y otros platos en su estupendo château de la campiña, donde ha encontrado la tranquilidad que en su día le negó América. Hasta chapurrea un francés surrealista que haría enrojecer a los mismos Laurel y Hardy. No parece sentir nostalgia de su Chicago natal, aunque la dureza del proverbial cierzo de la Windy City y el carácter singular de su población negra lo lleva adherido a cada poro de su piel. I wear Chicago shoes, man…
Qué peasso tenor… ¡Jaarrl!
Sábado 6, último día de la gira, Zamora. El cuerpo está ya algo exhausto: la intensidad casi demente de la noche anterior en Palencia da paso a una distensión amable, a un rápido punto y final. Idris regala sus baquetas a una niña (qué fácil es a veces ganar un adepto a la causa del jazz) y regresamos con presteza al hotel, como queriendo acelerar el inicio de la vuelta a casa.
Satisfechos por el buen uso que de su coqueto Hammond B-3 ha realizado Joey De Francesco, Ion y Ángel, dos donostiarras campechanos y honestos a carta cabal, ponen la guinda final a un pastel que han horneado muchas manos:
‘Si es que este hombre, tal y como coge el saxo, como se ríe y como se mueve, parece Chiquito de la Calzada’.
Y no sé si entre los ancestros de Johnny Griffin, saxo tenor nacido en Chicago en 1928 y grande como pocos, hay algún habitante de Barbate, pero lo cierto es que, tras un fuerte abrazo que sella nuestra amistad en el momento de la despedida, me dan ganas de adelantar resbalando el pie, bracear a 45° al mismo tiempo que desplazo el cuerpo a un lado y otro en confuso deambular, y glosar con acento gaditano los valores eternos del jazz de verdad, del sonío escahanter y auténticor de la múzica de la sorpriesa.
‘Oh, Mario, ¡you really took good care of me!’