Texto: Juan Ramón Rodríguez / Fotografías cortesía de Moisés P. Sánchez
Pocos avatares suscitan el embeleso de la reinterpretación de una obra artística en cuanto que desmenuzar su esencia. Como la síntesis hegeliana, el desafío escudriña cada prisma de la inspiración con el fin de intuir cualquier misterio oculto a sus ojos. Ante ese océano, el horizonte versa sobre la purificación, catarsis de las emociones planteadas o el mero y romántico disfrute de estas. Este ejercicio de introspección emplaza en planos semejantes a sendos autores, primigenio y pretendiente, y los constriñe a un entendimiento que bien permite suscitar deslucidos augurios o la mejor de las suertes. Hace siglos que lo bello se exilia del control de lo objetivo, sin apenas márgenes.
Acaso sea esta una reflexión que levanta un telón como es el del Festival Internacional de Arte Sacro en su presente edición. El Corral de Comedias de Alcalá de Henares estrena una pieza encargada al pianista Moisés P. Sánchez en torno al Tratado lógico-filosófico de Ludwig Wittgenstein. Las butacas encuentran dueño frente a un escenario dispuesto para despertar más de una pasión; piano de gala, wurlitzer, moog y diversos dispositivos aguardan entre tenue iluminación y resonancia de fondo cercano al minimalismo ambiental. Previos instantes al inicio, surge el espectro del homenajeado filósofo austriaco: el propósito de este Tractatus no es otro que establecer límites al pensamiento, la frontera del conocimiento.
Dividida en siete movimientos, comienza la actuación en sintonía con la primera proposición del libro. Moduladas líneas al teclado presentan un estilo próximo a lo onírico y en defensa del amplio repertorio de registros tratados por el músico. El trazo es actual y llega a presentar los caracteres de un positivismo inmerso en el aspecto más funcional del racionalismo vienés. Hay jazz contemporáneo impregnado del reduccionismo electroacústico de John Tilbury por un lado; lírica pasión semejante a la réplica ardiente por otro. El formato infiere en estos primeros minutos al diálogo, la conversación tomada por los dos protagonistas de la velada. Dos filósofos, a su estilo, y sin demasiadas coincidencias.
“El arte como ciencia” —segundo acto— demuestra esa refinada estructura ya argüida y en orgánica armonía con las palabras de Wittgenstein. Sin embargo, se abandona el espíritu kantiano de la búsqueda de cotos a la razón teórica, pues Sánchez recorre bosquejos de contrapunto y dodecafonismo para terciar en esa posible tensión suscitada en los asientos. Los efectos de sonido, bucles y oscilaciones programados, agregan esa fascinante dimensión que invaden caos y orden. Es evidente que el concertista no coincide en la tertulia con su oponente; empresa harto compleja para el común de los mortales. No obstante, aprueba en la transformación de unos argumentos de hondo encaje analítico en visión vibrante.
Unos breves agradecimientos interrumpen el torrente de notas acaecido en el tablado renacentista. Junto a ello, pinceladas en torno a la empresa dispuesta tras el público congregado, que no es otra que la sombra de evocaciones y el consuelo por la abstracción persistente en esta visión del Tratado. Continúa una revisión de dos conceptos como son las tautologías y las contradicciones, embrocados en lo profundo del relato y envueltos en tal lacónico misterio; carecen de sentido pero no son sinsentidos. Quizá sea el acorde de un poso melancólico y con rítmico músculo fruto del sintetizador situado sobre el engolado de cola. Una cadencia fantasmagórica que no reviste figura de realidad.
Las llamas se consumen con dos chispas de reconocido ingenio. Sánchez espeta a Wittgenstein su sonrojada soberbia —Bertrand Russell, maestro, duda entre tildarlo de idiota o genio— en el establecimiento de puertas a un inmenso campo de creatividad, roces de metafísica. Es en este final donde se intuyen las influencias pesimistas de las últimas páginas del Tratado, ya que tanta lógica no versa sobre nada y el intento de aplicar estos sistemas de representación al concierto conlleva una derrota. Queda una gratificante charla con una hermosa alegoría al abandonar el lugar mientras la progresión adolece de retroalimentaciones. Proposición séptima mediante, sólo queda callar la boca y estimar un sano empate.
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