Texto: Juan Ramón Rodríguez / Fotografías: Marcos Basanta
La senda inexorable o un brote de esperanza. La figura del agua ha sido arduamente recurrida como vehículo alegórico a lo largo de la historia, en su momento con marcado apego metafísico. Surge, a su vez, una vasta cualidad de contrastes inherentes a la esencia del líquido en dualidades de vida o muerte, de quietud o brío. No en vano, presenta una pugna de fuerzas en la cual se incardina toda una realidad. Lo que a simple vista parece una frívola genuflexión mental, recoge especial interés en estos tiempos de zozobra. Son, a falta de empirismos, los recursos que permiten cerrar los ojos más allá de un par de segundos.
De frígidas maneras, continúa el Festival Internacional de Jazz de Madrid en su edición más atípica. Los repiques distópicos de la COVID-19 sumen al certamen en absoluta incertidumbre. Tras obligados cambios en la programación, el pianista Agustí Fernández rescata junto a la bailarina Sònia Sánchez el espectáculo Agua brotando de una piedra negra. El centro Conde Duque encierra reparos, nunca vistos en sus familiares citas con el jazz, en un auditorio de aspecto fúnebre y explícito abrazo a la ausencia de color. Ayudan a la mente las medidas de seguridad, distancias y reducciones de capacidad. No así a los espíritus ávidos de cultura y espectáculos en directo, siempre en el recuerdo.
Empieza el concierto mediante clínica puntualidad y aplausos de rigor mientras los artistas toman el escenario en una pulcra y medida puesta en escena. Los silenciosos instantes previos al comienzo constatan la importancia de este elemento. De igual modo, la iluminación toma la batuta en un cuidado orden entre caos. El primer movimiento vislumbra ese torrente esperado de uno de los intérpretes más reputados de la libre improvisación. El sonido esconde arritmias y quiebros cortesía de Cecil Taylor, un lenguaje abrupto y traducido en balbuceos con sinérgico efecto en el devenir de la ejecución. Se supera la música y la danza. Trasciende el concepto ya acuñado de obra de arte total.
Bajo los tenues focos, el público asiste atónito a un embrujo de sensaciones que deambula entre las butacas. Hay caras de incredulidad y asombro, cejas en posición de alerta. Sònia traduce a la danza volúmenes de expresividad ante un bisturí incisivo en el aire. Lucen vértigo de Shoji Kojima y desparpajo de La Lupi. Todo ello sin puertas de flamenco, con un cariz experimental que recuerda a los confines contemporáneos o al butō japonés. No rezuma desastre nuclear esta vez, sino desgarro en un rostro percutido por las teclas de un Steinway & Sons que fluye en tórrido cauce. Tacones y corcheas esculpen al unísono armonías de compleja traducción, quizá inefable.
Las pausas reflejan breves puntos y aparte frente a la espontaneidad. Agustí porta un acento de carácter, con mirada a aquel El Laberint de la Memòria de 2011. Se escuchan introductorios lirismos con tímidas evocaciones a “La Processó”, algunos apuntes mentales sobre un manual de riguroso contenido. La falta de previsión sólo se ve modulada por escuetas, algo dice que involuntarias, precisiones del mallorquín a su compañera de tablas. Un pulso clásico con pinceladas vanguardistas de Crumb o Stockhausen en exceso de rectitud al instrumento. Una labor de loable dificultad, que precisa de la aptitud de construir previa destrucción en mil aristas como peaje para instalarse en los territorios más libres.
El experimento prosigue sin mayores gabelas. Un desinfectado aforo contempla los destellos parapetados en la cubierta, oscilaciones entre frío y calor que anuncian el siguiente derrotero. El efecto esperado confunde el sudor de la coreografía con lágrimas que afloran ligadas a esa miscelánea de emociones congregadas. No procede la valoración de las partituras en busca de deferencia en el entendimiento entre solista y aficionado, pudo haber cabido en circunstancias normales. Asoman gritos sordos y tensión en el ambiente. La piedra negra alumbra relevante simbolismo en torno al exorcismo en curso de Sònia con tez, halo negros y revoluciones por minuto. Cerrar los ojos más allá de un par de segundos.
La escena final discurre con notas optimistas y aroma de despedida. Un tiento a esa “Porta de Mar”, del ya mencionado disco, expone una retrospectiva sobre la hora de angustia acaecida, ahora ataraxia en forma de brizna que corona el despeje. Hasta la catalana tiende a abrazar con suaves contoneos el piano. Los cumplidos de generalizada aprobación no tardan en llegar. No se aprecia distinción, creadores y creados se agradecen mutuamente el poder estar ahí. En algún lugar, el mundo se revuelve contra la pandemia con un ruido de fondo; en otro, quiere brotar el agua de una piedra negra. El mensaje espera, y merece, tenerse en cuenta en este recital tan necesario.
La programación completa y detallada de JAZZMADRID 20 esta disponible pinchando este enlace