Texto: Juan Ramón Rodríguez / Fotografías: Andrés Álvarez
Mucho se ha escrito sobre licencias de musas en el lance artístico a pesar de esa creencia mecanicista, a la postre incompatible, que pueda imponer al jazz comatosas connotaciones. El cajón de sastre del orfebre esconde ciertos ases exhibidos con mejor maestría, sean el azar o la exhaustiva aplicación, la serendipia o un escueto anagrama. Lo deseable suele coexistir con el término medio, romanticismos aparte. Una obra provechosa entraña un camino, desbrozado con los años, que aúna sacrificio e ingenio. Se antojan complejas las genialidades más allá de los estados febriles, aunque siempre queda margen para apostar por el sortilegio, el asombro escondido tras una de tantas casualidades también necesarias.
Entre confianza y apatía, el Festival Internacional de Jazz de Madrid cuenta con derecho a réplica en sus postrimerías. Se presenta el bajista Pablo Martín Caminero, asiduo de la escena local, con una alineación astral compuesta por Ariel Brínguez al saxofón tenor, Moisés Sánchez al piano, Michael Olivera a la batería y Carlos Martín al trombón en sustitución del recientemente fallecido Toni Belenguer. En una noche de luces y postín en los rincones del zoco, el quinto elemento firma una invitación a la casualidad. Recibe este éter el nombre de Bost, puente para una demostración a fuego lento de contingencias y necesidades regadas todas ellas con abundante vino de Jerez.
El tema homónimo refleja en sus compases un gusto de interesante jazz flamenco, con los matices que impregnan al término. Un lenguaje de armazón post bop, con recuerdos al estudio de Woody Shaw en ritmo trepidante e incisivo, y dialecto de granaína en riguroso 5/8. La banda acelera en comparación con las pistas del álbum e impone una visión más andaluza, si cabe, con varias florituras al bajo y a un piano que prodiga voces cerradas. No tardan en llegar los primeros aplausos mientras la sección de viento se limita a enaltecer una melodía de quiebro y gradaciones dominantes. El resultado quiere resultar familiar, una amalgama con marcado sello propio.
Un homenaje en clave de blues al guitarrista Gerardo Núñez insiste en esta pócima de creatividad sin brete para dos géneros tan hermanados. Una inicial falseta de soleá por bulerías del grupo brinda un mano a mano de Caminero y Moisés, brillo y apego a las corrientes más audaces que parecen casar con derroteros castizos. Sensual en un caso y bravío en su segundo, cerca de una ortodoxa rendición al “Blues On The Corner” de McCoy Tyner. Resuelve Martín con singulares ademanes no faltos de piropos en una abarrotada Sala Guirau de público estupefacto ante la moneda trilera que falta, situación anhelada por los cinco tahúres que copan el escenario.
La indómita balanza, protagonista en esta cadena de trucos, aumenta su dificultad en “Tema para Instagram”, un vuelco de escaso minuto que centellea con atonalidades. Confronta con la siguiente pieza del repertorio, de la película El Plan, y sabor al etéreo material de Eberhard Weber. El contrabajo narra una canción de cuna provista de reverberaciones y arrullada con no pocas corcheas antes de ser despertada por unas líneas de Brínguez de despampanante expresividad. Recorre la sensación de una loable artesanía musical al abarcar tantos estilos reconocibles sin caer en imposturas. El encantamiento del número único de la velada no se basa en supercherías, sino que se manifiesta en los detalles.
“Fkotr”, siglas que ahondan en el sentido del humor del maestro de ceremonias, emprende lozanía gitana con cadencias de seguiriya. Se asemeja a sus predecesores en una cierta ausencia de tonos plañideros, máxime al tratarse de un palo de mayor pureza. No hay sombras ni polvo de estepa, tal vez el oído neófito logre atinar si reconoce abusos en la progresión y dejes del Concierto de Aranjuez. No obstante, remonta con creces un interludio de onírico talante y grabación de los “Pregones de la Uva” de Manolo Caracol. La actitud expuesta consigue suplir alguna que otra carencia, señal de seguridad ante un vertiginoso ejercicio de tales reyes de la carretera.
Despejan vertientes de conclusión las frases de “El Tema Raro del Disco”, un híbrido de fandango y las cotas escarpadas de Booker Irvin. Soplos metálicos introducen un cálido solo del líder que halla rauda muleta en las teclas del Steinway & Sons, un rondo de combustión propia en torno a la armonía esencial de la composición. Brínguez incide en su perspectiva del cante hondo con efectivo cometido, llevada a buen puerto y tratada con el respeto debido. Consuma el prólogo de los músicos “La Propina”, una ofrenda al compañero caído con un fin de fiesta es palmario, cortesía de La Perla de Cádiz. Su acelerado tempo, con un pletórico Michael a las baquetas, pone el broche a una poco mesurada sesión de ocultismo. A falta de leyes, en condiciones que deriven y deliren. Eso es el jazz.
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