Texto: Federico Ocaña / Fotografías: Ernesto Cortijo
Escuchar “Fume” en un dispositivo electrónico, en un aparato de música o leer estas mismas líneas debería estar prohibido si se pudiera acudir en ese momento a un concierto de María Toro. La grabación derrocha energía, le dice al auricular o al altavoz que hay algo más, algo que se está perdiendo en el camino. Para empezar, la presencia en el escenario de -en el caso que nos ocupa, el de la presentación de “Fume”, su tercer disco, en el Centro Cultural de la Villa Fernán Gómez el pasado sábado 21 de noviembre- María Toro en la flauta y la pandeireta, Miron Rafajlovic (que tuvo difícil estar sobre el escenario por las circunstancias sanitarias) al fiscorno y trompeta, David Sancho en el piano y los teclados, Toño Miguel al contrabajo y Andrés Litwin a la batería.
El directo de la flautista gallega es aún más intenso, un ejercicio de entrega y un desarrollo hasta el extremo de lo que en un disco o un papel solo puede apuntarse. Los redobles de batería, la flauta, que vale aquí como viento y como percusión, y el piano hacen que se fundan las dos primeras piezas de la noche: De Marfil y Fume. Como el “humo” gallego del que acaso proviene una de las raíces de esta música, los dos temas suenan en espejo: De Marfil, muy aferrado al jazz pero con tintes ya multiculturales; Fume, rescatado del folclore, en el sentido más amplio de la palabra, con Toro y Andrés Litwin guiando al oyente por una pieza con la que ya dan ganas de bailar. Esa es la fuerza de lo popular, pero, insistimos, también es la fuerza de unas composiciones y un directo como los que propone esta intérprete. Daniel Sancho se une al baile con un solo que va de poético y tierno a duro; Toro se eleva en su solo hasta sonar, ahora sí, como flauta más que como percusión, dejando escalas inacabadas, pasando por todas las notas posibles, regateando al tiempo con ataques en staccato. La conclusión del tema, que en el disco recoge voces -que provienen del humo que le da nombre- es una reexposición del tema que deja las cosas en su sitio después del baile, de esa explosión que aúna flamenco, música gallega y jazz. También aquí gana el directo, o nos lo parece.
María Toro pensaba que sus ídolos de juventud, a quienes veía hace quince años en el Festival de Jazz de Madrid, eran inalcanzables. Pero lo que vemos y escuchamos lo desmiente. Su experiencia en varios continentes, confiesa, ha sido determinante para conseguir su propio sonido. Seu Marco es la aportación definitiva de Brasil a ese bagaje personal y musical: no interviene Sancho en la primera parte, con Toro alternando pandeireta y flauta, con una inspiración que nos hace pensar que podría tocar todo el concierto sola, como una larga suite para flauta. Con el apoyo de Litwin, tanto Toro como Toño Miguel aportan solos de gran calidad. Sancho, al piano y el teclado, que aparece tanto para acompañar como en su solo (mano derecha libre de ataduras, mano izquierda controlando los efectos), hace algo tan sencillo como meritorio: tanto en el solo como en el acompañamiento, recoger el leitmotiv rítmico y melódico y repetirlo, y repetirlo, hasta que se integra, con la percusión, en un fondo perfecto.
Kilitum, que abre Miron Rafajlovic al fiscorno, es una mezcla de orientalismo y experimentación con los efectos de looping, que el propio Rafajlovic consigue con el pedal y Toro recrea con la propia flauta, repitiendo las frases, repitiendo los efectos de aire y permitiéndose incluso una cita a De Marfil en su solo. A costureira, rareza en su discografía y en el concierto por cuanto la intérprete se atreve a cantar y tocar la pandeireta. Melancólico el inicio, introducción de piano y resolución en acorde menor y arpegio, explosivo desde la entrada de la batería, que no se retirará ya en la repetición del tema. Animada en su momento por Toño Miguel a integrar este instrumento en el repertorio no forzando a que se adaptara al repertorio, sino haciendo que la música se adaptara al instrumento y su particular ejecución, la música de Toro nos traslada aquí a Xerdí, en la Mariña lucense, a las tías costureras y la música que cantaban, y va un paso más allá en la búsqueda de la fusión desde esa no-integración de la pandeireta al repertorio.
Sigue Uno, un tema, como De Marfil, percusivo, quizá más jazzístico, aunque, ya lo vemos, en la mezcla está la pureza. Rafajlovic, de nuevo en la banda, aporta un solo de trompeta con menos efectos y que mejora al de Kilitum. Y cierra el concierto La Otra, que recrea, invitando o imitando al tren que cogeremos para evitar el toque de queda, varias atmósferas en una -quizá por eso “la otra”, porque su esencia se nos escapa. A los momentos de virtuosismo en flauta y trompeta se añaden un Litwin imparable y un Sancho que sorprende en el solo, desde el teclado, reivindicando el silencio, tocando cuatro notas por frase, dialogando con la batería, dejando que los efectos queden vibrando en el aire antes de atacar la siguiente nota.
Quizá algunos de los que acudan a plataformas digitales o disco físico no noten mucha diferencia. En efecto, el orden de las composiciones es casi el mismo; los músicos, prácticamente los mismos (dejando fuera a Chano Domínguez y a Shayan Fathi). Las composiciones funcionan con la misma fuerza de una invitación a la danza, una recuperación para el jazz del componente popular, sin fronteras, tejiendo una alianza que es ante todo atlántica (aunque no del norte), aunque pase necesariamente por el jazz europeo contemporáneo y el flamenco. Lo que se pierde entre una y otra experiencia, entre escuchar en el metro de camino al trabajo o de vuelta en casa y escuchar con un par de cientos de personas más, en un auditorio, con un desarrollo mayor de los solos, es precisamente lo que reivindica la música de María Toro y lo que la propia artista defendió en alguna de sus intervenciones durante la velada: en primer lugar, que la música es encuentro, de culturas, de personas, emoción compartida y baile; en segundo lugar, que los músicos necesitan de ese encuentro tanto como los oyentes; por último, que la cultura es segura.
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