Texto: Juan Ramón Rodríguez / Fotografías: Andrés Álvarez
Buena parte del público podría concebir el concierto con funciones lejanas a pretensiones de búsqueda exhausta o mero purismo, idea compartida por unos artistas gustosos de benignas veladas y enseña de homenaje. Un concepto lejano en el tiempo y prolífico en ejemplos notorios para la industria. En este caso, parece girarse la balanza al extremo menos común al establecer un mayor disfrute de los músicos en detrimento del, por lo general, paciente respetable. Ante ello, repertorios dominicales, invitados de renombre y una retrospectiva a celebrar como mejor de los propósitos. No hay mayor motivo de celebración que la continuidad en el camino en sociedad con tantos compañeros de viaje.
Una atmósfera de tal calado toma asiento en una Sala Guirau no exenta de parcelarios protocolos. El batería Tino Di Geraldo, figura capital del panorama patrio, exhibe una complaciente muestra de cariño a su carrera vital con el espectáculo “Concert Bal”. Un diseño musculoso, en primeras impresiones, en un escenario copado de instrumentos donde no faltan nutridas secciones de viento metal y percusión. Destacan los nombres propios de Caramelo de Cuba al piano o Manuel Machado a la trompeta. Una formación con fuerte sabor latino, lo cual infiere uno de los puntos más incisivos de la noche en cantidad y calidad junto a un abolengo que corre a cuenta de los invitados.
La rigurosidad horaria da paso a una presentación del noneto con reminiscencias de La Habana, notas con apoyo preferente en ritmo bailable antes que la melodía. El grupo retoza en salsa y con disfrute en cada corchea. Una experimentada naturalidad, arte y ensayo, se adueña del auditorio unida a una entrega prematura de los asistentes. El ambiente no puede ser más festivo. Se suceden las palmas a cada floritura de los intérpretes, siempre en ristra de un Tino juguetón con el mando por redoble. Se permiten algunas venias en ese marco de eclecticismo tan reivindicado desde el circuito nacional, incluso guiños a La Marsellesa en un frenético cierre de tema y aterrizaje bop.
En ese bamboleo con ambas orillas del Atlántico en juego, auxilia Carles Benavent por bulerías o, dicho de distinta manera, por “Digeraldinas”. El bajista catalán prescinde de dos cuerdas para un sortilegio de chicuelinas y falsetas sin púa. Un híbrido que inocula la sonrisa del trío de ases formado anejo a Jorge Pardo, sorpresas al margen, que casa a la perfección con el menú servido. Descaro en broche y correctas vibraciones que no necesitan ni tantean apelar a la excelencia, quizá sin excesiva medida. Finaliza el número y da paso a un solo de batería prescindible y con exceso de testosterona. Tal vez exigencias del guion, hidratación o ejercicio hiperbólico sin lo andaluz.
Interrumpido por breves agradecimientos, corre el recital sin sobresaltos. Los quiebros frigios siguen en el intervalo con “Hallaré”, espacio de encuentro del compás con los sonidos orientales. Flauta y trombón lucen engrasados con un primero, Juan Carlos Aracil, en gracia y portavoz de sensualidad. Igual prestigio en la empresa cosecha una rumbosa, más que rumbera, versión de “Entre dos aguas” con unas teclas de dulce. Paradigma esta de la falta de diccionarios respecto a unos dialectos, jazz, flamenco y primos latinos, que engloban un canto de creatividad en su aspecto libertino, casi forajido a ambos lados de la frontera. Suscriben unas baquetas escuderas del maestro de Algeciras en días como aquel Luzía de 1998.
Sube en este momento el ya aludido flautista madrileño para deleite extasiado del Fernán Gómez. Una silueta apabullante, don de tablas que domina cada rincón explorado complementado por un llamativo saxofón soprano curvo de Amable Martínez. Tiene capacidad el conjunto de teletransportar a través de las dunas del Atlas con onírica facilidad. Pardo, frente a la travesera, regala un pedazo de su chamánica trayectoria y calor por balanceo en lugar de danza. Todo a pesar de un minutaje que se extiende y recursos con riesgo de resultar repetitivos cuando no desaprovechados, coyuntura que involucra al Fender Rhodes abandonado en pos de un Steinway algo lustroso. Una paleta demasiado limpia a ciertas alturas.
Concluye la banda con un final de fiesta a la altura de los barrios más puros al otro lado del Manzanares. El último visitante, el jerezano Tomasito, revuelve las brasas restantes con un recuerdo a los isleños Van Van con extra de palmas y un bajista, Yelsi Heredia, de encendido panegírico con diversidad de protagonistas. Tino, Pardo, Benavent o este 2020 con nada de guasa que, aun así, colean sin escatimar en confeti. Vuelto el telón con serpiente de conga, la ofrenda quiere cobrar sentido tras un cambio de referencia en la lente. Muchos amigos, aquí o allá, dispuestos y de importancia semejante a la música. Pocas licencias poéticas como esa para pasarlo por alto.
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