LOS PASOS PERDIDOS: Alejo Carpentier (1953)

Texto: Julián Ruesga

@jurubo.liesno

Alejo Carpentier (Lausana, 1904 – París, 1980). Periodista y musicólogo, es un escritor cubano con una vasta obra narrativa y ensayística en la que destacan La música en Cuba, El reino de este mundo, El siglo de las luces, El recurso del método, Concierto barroco, y La consagración de la primavera. Integrado en el llamado Grupo Minorista, intelectuales y artistas vinculados con las vanguardias artísticas del momento, en 1924 dirigió la revista Carteles y empezó a participar activamente en la vida musical cubana. En 1927, poco después de colaborar en la fundación de Revista de Avance, fue encarcelado por motivos políticos. Excarcelado en 1928 se trasladó a París donde residió hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial en 1939 regresando de nuevo a Cuba. En 1945 se autoexilia en Venezuela hasta el triunfo de la Revolución cubana en 1959 que lo hace volver a su país. Desde 1966 hasta su muerte fue agregado cultural de la Embajada de Cuba en París. En 1977 obtuvo el Premio Cervantes.

Los pasos perdidos, se publicó en 1953 y es una novela escrita a partir de experiencias personales vividas por el autor en el interior de Venezuela. Relata el viaje que lleva al narrador-protagonista a remontar el río Orinoco hasta el río Vichada, en la frontera entre Venezuela y Colombia en el interior de la selva, en busca de varios instrumentos musicales primitivos que el curador del Museo Organográfico le encarga buscar para completar la colección del museo. El libro es también una reflexión sobre el origen de la música. Carpentier desarrolla con destreza una escritura abarrocada, llena de finos  aciertos narrativos. La novela se encuentra entre lo más destacado de la literatura en español del siglo XX. Seleccionamos estas páginas del libro (88 a 93) en la edición de Alianza Editorial de 2014.

 

… Tres artistas jóvenes habían llegado de la capital un momento antes, huyendo, como nosotros, de un toque de queda que les obligaba a encerrarse en sus casas desde el crepúsculo. El músico era tan blanco, tan indio el poeta, tan negro el pintor, que no pude menos que pensar en los Reyes Magos al verles rodear la hamaca en que Mouche, perezosamente recostada, respondía a las preguntas que le hacían, como prestándose a una suerte de adoración. El tema era uno solo: París. Y yo observaba ahora que estos jóvenes interrogaban a mi amiga cómo los cristianos del Medioevo podía interrogar al peregrino que regresaba de los Santos Lugares. No se cansaban de pedir detalles acerca de cómo era el físico de tal jefe de escuela que Mouche se jactara de conocer; querían saber si determinado café era frecuentado aún por tal escritor; si otros dos se habían reconciliado después de una polémica acerca de Kierkegaard; si la pintura no figurativa seguía teniendo los mismos defensores.

Y cuando su conocimiento del francés y del inglés no alcanzaba para entender todo lo que les contaba mi amiga, eran miradas implorantes a la pintora para que se dignara traducir alguna anécdota, alguna frase cuya preciosa esencia podía perderse para ellos. Ahora que, habiendo irrumpido en la conversación con el maligno propósito de quitar a Mouche sus oportunidades de lucimiento, yo interrogaba a esos jóvenes sobre la historia de su país, los primeros balbuceos de su literatura colonial, sus tradiciones populares, podía observar cuan poco grato les resultaba el desvío de la conversación. Les pregunté entonces, por no dejar la palabra a mi amiga, si habían ido hacia la selva. El poeta indio respondió, encogiéndose de hombros, que nada había que ver en ese rumbo, por lejos que se anduviera, y que tales viajes se dejaban para los forasteros ávidos de coleccionar arcos y carcajes. La cultura —afirmaba el pintor negro— no estaba en la selva.

Según el músico, el artista de hoy sólo podía vivir donde el pensamiento y la creación estuvieran más activos en el presente, regresándose a la ciudad cuya topografía intelectual estaba en la mente de sus compañeros, muy dados, según propia confesión, a soñar despiertos ante una Carta Taride, cuyas estaciones de «metro» estaban figuradas en espesos círculos azules: Solferino, Oberkampf, Corvisard, Mouton-Duvernet. Entre esos círculos, por sobre el dibujo de las calles, cortando varias veces la arteria clara del Sena, se pintaban las vías mismas, entretejidas como los cordeles de una red. En esa red caerían pronto los jóvenes Reyes Magos, guiados por la estrella encendida sobre el gran pesebre de Saint-Germain-des-Prés. Según el color de los días, les hablarían del anhelo de evasión, de las ventajas del suicidio, de la necesidad de abofetear cadáveres o de disparar sobre el primer transeúnte. Algún maestre de delirios les haría abrazar el culto de un Dyonisos, «dios del éxtasis y del espanto, de la salvajada y la liberación; dios loco cuya sola aparición pone a los seres vivos en estado de delirio», aunque sin decirles que el invocador de ese Dyonisos, el oficial Nietzsche, se hubiera hecho retratar cierta vez luciendo el uniforme de la Reichsweher, con un sable en la mano y el casco puesto sobre un velador de estilo muniquense, como agorera prefiguración del dios del espanto que habría de desatarse, en realidad, sobre la Europa de cierta Novena Sinfonía. Los veía yo enflaquecer y empalidecer en sus estudios sin lumbre —oliváceo el indio, perdida la risa el negro, maleado el blanco—, cada vez más olvidados del Sol dejado atrás, tratando desesperadamente de hacer lo que bajo la red se hacía por derecho propio.

Al cabo de los años, luego de haber perdido la juventud en la empresa, regresarían a sus países con la mirada vacía, los arrestos quebrados, sin ánimo para emprender la única tarea que me pareciera oportuna en el medio que ahora me iba revelando lentamente la índole de sus valores: la tarea de Adán poniendo nombres a las cosas. Yo percibía esta noche, al mirarlos, cuánto daño me hiciera un temprano desarraigo de este medio que había sido el mío hasta la adolescencia; cuánto había contribuido a desorientarme el fácil encandilamiento de los hombres de mi generación, llevados por teorías a los mismos laberintos intelectuales, para hacerse devorar por los mismos Minotauros. Ciertas ideas me cansaban, ahora, de tanto haberlas llevado, y sentía un obscuro deseo de decir algo que no fuera lo cotidianamente dicho aquí, allá, por cuantos se consideraban «al tanto» de cosas que serían negadas, aborrecidas, dentro de quince años. Una vez más me alcanzaban aquí las discusiones que tanto me hubieran divertido, a veces, en la casa de Mouche.

Pero acodado en este balcón, sobre el torrente que bullía sordamente al fondo de la quebrada, sorbiendo un aire cortante que olía a henos mojados, tan cerca de las criaturas de la tierra que reptaban bajo las alfalfas rojiverdes con la muerte contenida en los colmillos; en este momento, cuando la noche se me hacía singularmente tangible, ciertos temas de la «modernidad» me resultaban intolerables. Hubiera querido acallar las voces que hablan a mis espaldas para hallar el diapasón de las ranas, la tonalidad aguda del grillo, el ritmo de una carreta que chirriaba por sus ejes, más arriba del Calvario de las Nieblas. Irritado contra Mouche, contra todo el mundo, con ganas de escribir algo, de componer algo, salí de la casa y bajé hacia las orillas del torrente, para volver a contemplar las estaciones del retablillo urbano. Arriba, en el piano de la pintora, se inició un tanteo de acordes. Luego, el joven músico —la dureza de la pulsación revelaba la presencia del compositor tras de los acordes— empezó a tocar. Por juego conté doce notas, sin ninguna repetida, hasta regresar al mi bemol inicial de aquel crispado andante. Lo hubiera apostado: el atonalismo había llegado al país; ya eran usadas sus recetas en estas tierras. Seguí bajando hasta la taberna para tomar un aguardiente de moras. Arrebujados en sus ruanas, los arrieros hablaban de árboles que sangraban cuando se les hería con el hacha en Viernes Santo, y también de cardos que nacían del vientre de las avispas muertas por el humo de cierta leña de los montes. De pronto, como salido de la noche, un arpista se acercó al mostrador. Descalzo, con su instrumento terciado en la espalda, el sombrero en la mano, pidió permiso para hacer un poco de música.

Venía de muy lejos, de un pueblo del Distrito de las Tembladeras, donde fuera a cumplir, como otros años, la promesa de tocar trente a la iglesia el día de la Invención de la Cruz. Ahora sólo pretendía entonarse, a cambio de arte, con un buen alcohol de maguey. Hubo un silencio, y con la gravedad de quien oficia un rito, el arpista colocó las manos sobre la cuerda, entregándose a la inspiración de un preludiar, para desentumecer los dedos, que me llenó de admiración. Había en sus escalas, en sus recitativos de grave diseño, interrumpidos por acordes majestuosos y amplios, algo que evocaba la festiva grandeza de los preámbulos de órgano de la Edad Media. A la vez, por la afinación arbitraria del instrumento aldeano, que obligaba al ejecutante a mantenerse dentro de una gama exenta de ciertas notas, se tenía la impresión de que todo obedecía a un magistral manejo de los modos antiguos y los tonos eclesiásticos, alcanzándose, por los caminos de un primitivismo verdadero, las búsquedas más válidas de ciertos compositores de la época presente.

Aquella improvisación de gran empaque evocaba las tradiciones del órgano, la vihuela y el laúd, hallando un nuevo pálpito de vida en la caja de resonancia, de cónico diseño, que se afianzaba entre los tobillos escamosos del músico. Y luego, fueron danzas.

Danzas de un vertiginoso movimiento, en que los ritmos binarios corrían con increíble desenfado bajo compases a tres tiempos, todo dentro de un sistema modal que jamás se hubiera visto sometido a semejantes pruebas. Me dieron ganas de subir a la casa y traer al joven compositor arrastrado por una oreja, para que se informara provechosamente de lo que aquí sonaba. Pero en eso llegaron las capas de hule y linternas de la ronda; y la policía ordenó el cierre de la taberna. Fui informado de que aquí también se iba a observar, durante varios días, el toque de queda a la puesta del sol. 

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