Texto: Rudy de Juana / Fotografías & video: Ernesto Cortijo.
Eran aproximadamente las 23.30 de la noche del pasado martes 30 de noviembre, cuando el escenario del Teatro Pavón de Madrid se quedó completamente a oscuras. A los pocos segundos, bajo la luz de un foco dorado, Gerald Clayton tocaba las primeras notas de “La llorona”, introduciéndonos poco a poco en el lamento de este conocidísimo tema mexicano. Al poco, de forma sigilosa Kendrick Scott retomaba su puesto en la batería y Reuben Rogers hacía lo mismo con el contrabajo. Para cuando Charles Lloyd atacaba de nuevo con su saxo, todos los que estábamos escuchando manteníamos la respiración y cantábamos por dentro.
Con los aplausos finales, se terminaba la magia de un concierto que comenzó de forma algo fría y desangelada, que fue de menos a más y que tuvo dos o tres momentos sublimes, de esos que se te quedan grabados en la retina durante mucho tiempo…como el susurro cálido de un saxo que tal vez ya no suene con la fuerza de hace unos años, pero que sigue manteniendo un sonido inimitable.
Salió Charles Lloyd al escenario de Madrid con ese gorrito de marinero que luce en la portada de su último disco, “Tone Poet” y sobre las tablas del Pavón reconocimos desde el primer minuto a un monstruo de la escena, esa clase de artistas que al igual que Jagger o McCartney, tocan porque no entienden que pueden dejar de hacerlo; que si llevan a sus espaldas décadas de música, es porque no sabrían hacer otra cosa si decidieran retirarse: leyendas que se divierten.
En su enésima segunda juventud, puede que Charles Lloyd ya no sorprenda con un sonido revolucionario (pese a que su colaboración con The Marvels lleva unos años dándonos grandes alegrías), pero es lo de menos. Apoyado en la calidad de unos músicos apabullantes (mucho ojo al “Happening: Live At The Village Vanguard” que Gerald Clayton publicó en 2020 en el sello Blue Note), le basta y le sobra con su capacidad para crear atmósferas, sábanas de sonido bonito en el que quedarse a vivir para siempre.
En esa atmósfera, Lloyd optó por destapar el tarro de las esencias y mezclar, tal vez de forma algo anárquica todo tipo de ingredientes: desde el jazz de vanguardia al Hard Bop clásico; desde un maravilloso blues disonante a sonidos orientales punteados a un bajo con arco, para culminar en esa magnífica “Llorona” a la que nos referíamos antes. ¿Faltó un hilo conductor a lo largo del evento? Tal vez, pero volvemos a insistir: fue lo de menos.
A lo largo de las dos horas del concierto vimos a Lloyd con saxo firme y curiosamente, algo más vacilante con la flauta, como si no acabase de sentirse totalmente conectado con el instrumento, tal vez algo cansado por una larga gira que le ha llevado a recuperar casi todos los “bolos” que tuvo que anular el año pasado a causa de la pandemia.
Pero incluso en esos momentos en los que cualquier otro músico hubiese sentido vértigo, Lloyd demostró que tan solo tenía que confiar en la solidez de la que probablemente haya sido la mejor banda que haya pasado por esta edición del Festival.
Clayton, Rogers y Scott no solo son tres pesos pesados de la escena actual, sino que juntos funcionan como uno de esos engranajes que sostienen sin esfuerzo esas norias de verano de las que no queremos bajarnos. Y, cuando estamos a punto de hacerlo, el enorme filósofo del jazz, el poeta recuperado por Petrucciani para la causa, vuelve una y otra vez a la carga recordándonos que tiene energía para unos cuantos años más…y que su sonido sigue siendo mágico.