Texto: Daniel Román
Fotografías: Chema Muñoz Rosa
Antes de la voz institucionalizada, adiestrada, la de aquellas voces que promueven las academias de canto de todo el mundo, donde todas queremos ser Whitney Houston o Mariah Carey –o George Benson o Frank Sinatra– y distinta de las voces educadas en la escolástica occidental, persiste la voz de Martha High. Resuena no solo un estilo en particular, si no algo más profundo y más complejo, una escena trágica pero, a la vez, festiva. A veces somos un coro que responde al llamado (nosotras coreando con nuestras cervezas y los móviles en la mano), otras tantas asoma el recuerdo de las work songs, de las plantaciones de algodón, los trenes y la marginalidad. ¿Que ingresa en la voz que hace resonar Martha? Ciertamente estas primeras y titánicas mujeres que abrieron la industria musical como Bessie Smith, Ma Rainey y posteriormente las del sello Motown, esas mujeres que, como señala Ángela Davis llegan, incluso, a reconfigurar el feminismo negro en Estados Unidos.
Esta generación de músicas inventa un género que es pura expresión política –política por afectiva–, una protesta, del todo atemporal. Martha High es parte de esa historia que vemos desaparecer en el cliché, en los recursos impostados de un estilo que ha sido explotado desde su origen –nos llegan las escalas, los modos, la armonía y no las personas, sus biografías, su ecosistema, o sea su pura técnica– como si aplicar una metodología no fuera, al mismo tiempo, emular una estética. Entonces; otro show más de soul en Madrid, dónde lo americano siempre tiene un público expectante y aspiracional o tal vez, quisiera creer, asistimos a la actualización de un problema vigente. ¿Como lo aborda la música de raíz afroamericana en el repertorio que presenta Martha High? Pues preguntando, reiterando, gritando, lamentándose desde y por la música.
Asistimos a un ritual, aunque básicamente todo concierto lo es, pero a un ritual situado en esos antros de principios del siglo xx, con esos sabores. Cuando hablamos de estilos, de jazz o de blues o de funk, Martha nos recuerda que esas divisiones absurdas son funcionales a la industria, al algoritmo, o a cualquier sistema que hace de la música un negocio. Da igual. Martha canta lo que los límites ocultan. Una voz que se ramifica, cierto, pero que no deja sus soportes, aquellos que definen sus cualidades, forjadas en los campos de cultivo o en los guetos a los que fueron relegados los músicos de este origen. La lección de Martha es dionisíaca y musical y mediante la música lo resuelve. Nos supone, en consecuencia, una tarea: olvidarlo todo; el contexto, los años que pesan sobre el presente, los designios del mercado –¿por qué no se presenta con su propia banda, junto a sus coterráneos, que sin duda, los debe haber por cientos?– o la fugacidad de la escucha que toda escucha supone, excepto una cosa: las voces de la voz. Que la voz habla su historia, sus cicatrices, y que no basta con la imitación.
Algo trasciende cuando aquellos que formaron el género se presentan, otro peso, otra música. Se puede copiar muy bien, es cierto, se pueden aprender lenguas perfectamente, migrar, volver a nacer, pero eso es harina de otro costal u otra música a través de la cual problematizar. Martha High sabe lo que hace, por qué lo hace, y por qué esta generación de músicos son, desde ya, referentes legendarios de una historia en riesgo de extinción–esa es la tarea del scroll de la redes sociales y del asalto incesante de los medios– pero no olvidada por todos. No para una escucha atenta, necesaria, que puede, en la imaginación de cada músico, de cada auditor, actualizar un origen que en todo desastre, en la arbitrariedad del poder absoluto, musicalmente, vuelve en su potencia política, a través del soul, el blues o el funk. No importa. En Martha High o en Nina Simone, ¿la misma música? El mismo asunto, una música, un problema, soluciones ejemplares a problemas ejemplares –citando a Patricio Marchant–, jazz, spirituals. Esas voces, aquellas voces en las que todo ingresa; gruñidos, resoplidos, susurros, esas que acusan la violencia –como en el blues– y la belleza del entorno –pájaros o animales–, en un reiteración incesante donde se recita, se suda, se aplaude y por un momento, la fiesta interrumpe la catástrofe de la normalidad. No una sola catástrofe, ni esa de la esclavitud ni esta de los bombardeos, la de siempre, la de los medios de comunicación que la relevan o callan. Siempre habrá voces –con códigos subrepticios– portantes de un significado oculto, que la música hace estallar, desplegando el golpe que toda escucha comporta; directa, potente, afectiva. Esa es Martha High.
Por Daniél Román