Texto y fotos: Daniel Román
El arquitecto y amante del arte contemporáneo, Miquel Tugores, recuperó el palacio ducal de Medinaceli —donde antes había una “selva” entre sus muros— y lo convirtió en un espacio para el arte, los conciertos, y las exposiciones. Organizó, también, un festival de folclore y, poco después, uno de jazz. ¿Es posible justificar una vocación desde la lógica?
Existen mega festivales que funcionan ofreciendo experiencias gastronómicas donde también aparece algún músico de jazz. Pero Medinaceli, por convicción o las circunstancias, ha creído en la apuesta personal de su creador. Este es un “mega festival”, no por su tamaño, sino por su espíritu.
Dicen que las gestas de grandes personas nada tienen que ver con la búsqueda sino con la necesidad, con la persistencia. Nunca con la gloria personal. Esa necesidad a veces viene del alma, del estómago y otras tantas impulsada por la codicia. Todas aprietan, pero el resultado no es el mismo. Las anécdotas del alma transitan, tristemente, lejos de nuestros ojos y nuestros oídos. No hay ninguna justicia ni moral que revierta la maquinaria que premia el espectáculo por sobre la idea, la juventud sobre la vejez, el show sobre la poesía. La demanda ética no conmueve a nadie: vendemos música. Lo que se ve importa más que lo que suena.
Son estas instancias —festivales de jazz— que proliferan por los pueblos de España, el reflejo de un acto de amor: como el jardinero que conversa con sus gardenias. O, tal vez, los últimos ¿o primeros? estertores de un género que tiene una edad y conoce, perfectamente, sus límites y potencia.
Las formas de la composición, en la utopía, son infinitas. La creación, por lo general, se concibe como un punto de partida, con la mitología del genio que espera la inspiración sentado al piano. Sin embargo, esa inspiración puede ser conceptual (musicalizar textos, o cuadros, o ideas), organológica (la exploración de un instrumento), cultural (tradiciones de diversas partes del mundo), teórico-histórica (serialismo, dodecafonismo) o electroacústica (música concreta o electrónica) entre otras tantas. Pero también se puede comenzar por el final: cuando se habla de texturas, no habiendo una palabra mejor para describir el resultado de la mezcla sonora entre diferentes materialidades, el asunto se revierte.
Este enfoque no es fortuito. En la música, como en los laboratorios de alta cocina, se experimenta incansablemente con sabores y técnicas hasta el convencimiento absoluto del resultado. Aquí no se trata de destacar a cada instrumento por separado, ni del lucimiento personal, sino de combinar elementos para lograr una sonoridad deseable.
La textura no siempre es un elemento central al componer o al escuchar, pero cuando se trabaja en ella se convierte en algo mágico. En este lugar compositivo se desarrolla, intuyo, la música de Trinidad Jimenez Trio: las flautas, el sintetizador y el bombo de la batería, parecen recorrer un mismo camino, donde cada uno cumple una función autónoma, con variaciones de acento, pero integrada al conjunto. Lo importante son los matices que, a veces, hacen que todo suene como si de un solo instrumento se tratara.
La propuesta de Ariel Bringuez y su quinteto, con el notable baterista Alaín Ladrón de Guevara como novedad, revisita nanas y melodías que el saxofonista trae desde su memoria. Nos invitan a repensar la música cubana, lejos de Cuba, desde la perspectiva de un compositor que dialoga tanto con la tradición como con el público. Ciertamente esta relación entre el músico y el público invita a una participación activa y se suma a las perspectivas que buscan, por medio de estos recursos, a la difusión y cercanía que los auditores del jazz reclaman.
Por otro lado, el guitarrista Sacri Delfino, junto a Baldo Martínez, nos ofrece una experiencia íntima y acústica, lejos del espectáculo grandilocuente. Ambos músicos con sendas trayectorias sorprenden por la propuesta pero también confirman un momento alto de sus carreras. El sonido parece despojarse de todo lo artificioso para dejar a estos dos grandes del jazz en plena conexión por medio de los recursos del jazz de toda la vida: la música compartida que resuena al interior de nuestros cuerpos y que completan el cuadro de este cuarteto de dos. Con la sencillez de las dos voces —como en la música medieval— el contrapunto con sonido a jazz se articula en base a creatividad y un conocimiento profundo del género. Los diálogos entre ellos fluyen sin interrupciones, explorando estándares con una sonoridad clara y estructurada.
El músico es un eslabón de la cadena: de sus manos al instrumento, al amplificador, al técnico de sonido, hasta el público, quien, sentado en una silla que alguien dispuso con esmero, encuentra una experiencia que rompe su rutina y abre una necesaria fisura en el tiempo. La revista, la composición, los auspiciadores, el ayuntamiento… todo forma parte del hábitat que se organiza, también, para el niño distraído que recibe los estertores de un solo de saxo mientras patea un balón. Personalmente, estoy seguro de la superficialidad y fugacidad de las opiniones pero creo que este espacio se suma —virtualmente— a un entorno del cual todos somos responsables. Lo mío radica en proponer una perspectiva, más que en ofrecer una descripción —¿se adosa algo a nosotros de manera homogénea?—. Opinar, en este sentido, no es describir objetivamente ni desplegar un saber. La crítica musical, para mí —y exagerando, el mismísimo análisis musical—, es la huella íntima de una escucha parcial. Ni más ni menos.