Seguimos recuperando para la “Hemeroteca Web” artículos de los primeros números de la revista Más Jazz en papel. Como no podía ser de otra manera, llega el turno de Miles Davis.
Por Pedro Calvo
Muchas son las puertas por las que se puede acceder al jazz.
Mi experiencia personal es que el jazz me colocó, esencialmente, tras escuchar los discos que grabó Miles Davis en los primeros años setenta. También hubo algunas otras cosas, como Louis Armstrong o el A love supreme, de John Coltrane, que me llegaron por la misma época gracias a las trágicamente desaparecidas grandes rebajas de discos de la planta baja del Corte Inglés.
Luego vendría todo lo demás.
Cuál no sería mi sorpresa al comprobar que la mayoría de las gentes que en aquella época hablaba de jazz abominaba en particular del día y la hora en que Miles se volvió eléctrico. A mí esta música me parecía lo mejor que se podía escuchar. Una catarata de sonidos libres, heridos e hirientes, que lindaba con la ciencia-ficción. Todo era potente en el Miles de esa época. La actitud: una revuelta ultramodema de un líder negro sumamente lúcido y arrogante. Hasta las carpetas de los discos tenían un diseño que conformaba una originalísima iconografía de la belleza negra.
Todo eso y Miles, con esa forma de tocar la trompeta desoladamente descamada o infinitamente colérica, además de la loca pandilla de músicos furiosos que le acompañaba, o de las estupefactantes vestimentas que todos llevaban.
Aconsejo admirar, en el interior de Dark Magus, esa tremenda foto en la que Miles aparece con una maxifalda roja y una torerita amarilla. La música es igualmente subida de tono en ese disco de 1974, con casi la misma formación que Miles nos hizo disfrutar en el Festival de Jazz de Barcelona aquel mismo año. Una ida de olla total y maravillosa, con tres guitarristas -Pete Cosey, Reggie Lucas y Dominique Gaumont-, más los saxos de David Liebman y Azar Lawrence, el bajo de Michael Henderson, la batería de Al Foster y las percusiones de Mtume.
Por cierto, Miles, para elevar a la enésima potencia su toque por hendrixinas, había incorporado el pedal wah-wah a su trompeta y no tenía inconveniente en señalar los tonos en el órgano eléctrico posando sobre las teclas el culo de su jarra de cerveza.
Fue después de grabar In a silent way y Bitches Brew que Miles se metió en esta aventura de inventarse unas bandas de delirio para sacar al jazz del gueto intelectual y ponerlo a competir directamente con el rock, utilizando de la manera más lisérgica las experiencias de Jimi Hendrix y Sly Stone. Lo que le salió era más salvajemente intelectual que el sitio de donde huía. Cosas que pasan. Cambiaba de formación por temporada y en esa fabulosa corte de eminentes jefes de fila que le acompañaban, además de los ya mencionados, estuvieron también Wayne Shorter, Steve Grossman, Carlos Garnet, Herbie Hancock, Joe Zawinul, Chick Corea, Keith Jarrett, Dave Holland, Jack de Johnnette, Billy Cobham, Airto Moreira, Badal Roy, Khalil Balakrishna, Hermeto Pascoal, Sonny Fortune…
Hay que decir que en esta alucinante conjunción de elementos el sistema de trabajo era de un riesgo absoluto: no había partituras ni indicaciones escritas, no había ensayos, Miles apenas hablaba. Y, sin embargo, los conciertos flotaban entre el séptimo cielo y el quinto infierno negros. Lógicamente, lo primero que hacía Miles, tras cada actuación, era encerrarse inmediatamente a escuchar las sorpresas. Pueden escuchar estas maravillas de conciertos en rabioso vivo gracias a la suculenta reedición de Miles Davis at the Filmore East, Miles Davis at the Filmore West, Live Evil, In concert, Agharta y el ya citado Dark Magus (Sony).
Y prepárense para el escalofrío que no cesa.