Petros Kamplanis en Café Berlín con Antonio Lizana

Texto: Daniel Román

@romanro.daniel

Fotos: Darío Bravo

@dariobravo.es

 

Café Berlín, Sábado 1 de junio 20:00

Este trío de músicos, que con el invitado Antonio Lizana forman por momentos un cuarteto, prescinde de sección rítmica. O, más bien, cada instrumento aporta un elemento rítmico que sustituye –por esto el minimalismo de la propuesta– la batería. La sonoridad de cuerdas más saxo, remite más a una conformación de cámara que a un cuarteto de jazz. También por las composiciones propias del proyecto que deja ver una mano compositiva madura que atraviesa la sonoridad de la propuesta. Las melodías son la base sobre la que se construye el armazón estético. La hibridación musical, conceptualmente, remite al carácter acuoso de esta sustancia en la medida que es el elemento que literalmente nos inunda (la sangre, las lágrimas, la lluvia, el mar y los ríos) y en consecuencia se presenta en diferente grado e intensidad y la metáfora entonces remite a una suerte de mixtura en la que todo está en todo –somos agua–. Música griega, con cantaor flamenco, un xilófono, saxofón y oud; un pianista que golpea las cuerdas, ritmos en los cuerpos de los instrumentos,  las palmas de Lizana  y las historias del contrabajista. Entonces, ¿dónde termina el agua de la lluvia que en la tierra es lodo y en el rio va a dar con la salinidad del mar?, ¿Cuál agua llega hasta dónde?

Antonio Lizana es, él mismo, una hibridación: la influencia del jazz moderno que a través de su propia voz de cantaor flamenco aparece en el saxo como un continuidad que hace de su propuesta una permanente novedad. ¿Qué dice, en simple, el contrabajista respecto a su proyecto?: traditional music with modern jazz. El agua se mezcla con el café o cae sobre las rocas, la abrillanta, la horada. El agua es la roca. ¿Que entiendo yo por jazz moderno? Aquel que se desentiende –conociéndolo– de sus licks, sus recursos mecánicos, sus fórmulas memorísticas, sus estrategias, de lo imitativo, para apropiárselo, en base a nuevos imaginarios y nuevos lenguajes, para quedarse –endeble– en ese género al cual no hay obligación de rendir tributo. Esto implica, necesariamente y desde un inicio, componer. Al componer la conexión deja de ser con lo exterior y se vuelve sobre lo propio; a la biografía, a la música en la cual nos reflejamos. Y ahí no siempre hay jazz. Otra cultura, otro sonido. ¿Y del jazz que queda? el arrojo hacia la improvisación, ese lenguaje que a través del compositor es capaz de poetizarse en direcciones antes inexistentes ¿dónde cabe esta música? En la música tradicional, en el flamenco, en la música oriental, en el jazz moderno, en el folklor o en la música griega. Irrelevante. La música de autor recibe la lluvia sobre los hombros y se funde en las manos que recortan un territorio en la memoria, para habitar los descuidos del jazz, eludiendo a sus defensores acérrimos y a los puristas enardecidos. La necesidad, de quien problematiza en estos registros, es hacer prevalecer la identidad por sobre las estéticas que celebran la autenticidad ficticia de un género que depende, cada vez más para dejar de envejecer, de estas hibridaciones que son también su razón de ser; pienso en Rudresh Mahantappa, Tigran Hamasyan, Lionel Loueke, Abe Rábade, Trinidad Jiménez o Ander García. La periferia sonora. Músicos que devuelven, desde su propio relato vital, un jazz refrescante y necesario. Piedad por los detalles: esa es la consigna de este bello y silencioso proyecto.

 

Por Daniel Román

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