Reflexiones sobre flamenco y jazz: Soleá y Estrella Morente

Texto: Daniel Román

@romanro.daniel

Fotos: Darío Bravo

@dariobravo.es

 

Soleá y Estrella Morente en las Noches del Botánico

Hablar de flamenco en una revista de jazz parece, hasta cierto punto, forzado. Esto porque, en estricto rigor, hay numerosas diferencias: organológicas, formales y estéticas. El set percusivo que presenta Estrella Morente prescinde de batería, las guitarras son acústicas, el cante tiene sus propios códigos y una estética absolutamente singular. También hay diferencias históricas; el jazz es un fenómeno del siglo XX en donde, si bien no sabemos la hora exacta ni quiénes fueron con nombre y apellidos sus creadores, sí conocemos las ciudades en donde proliferó y quiénes fueron sus principales exponentes.

Con el flamenco todo es misterio y por eso, tal vez, esta necesidad académica de domesticarlo con la flamencología. Aunque la industria y la cultura española en general, como mitología constituyente y representativa de los valores que promueve el flamenco –pasión, resiliencia, alegría, etc.– lo acompaña fuerte desde la segunda mitad del siglo XX, el flamenco no es completamente dependiente de ella. Se sigue practicando en las calles y es también representativo de una cultura que habita bajo sus propios códigos esta máscara llamada modernidad.

El flamenco se convierte en un género urbano mientras que el jazz nace con la ciudad. Entonces, ¿qué se puede decir de ambas expresiones en tanto elementos paradigmáticos? Lo de siempre: por un lado, los que autorizados por sangre o tradición cuidan esta preciada herencia y la ponen a disposición de los neófitos como un cuadro que permanece perfecto e inmaculado tras una vitrina –maravillosamente, por cierto– y quienes, atravesados por su tiempo, interpretan tal música como un problema en el sentido de la camisa de fuerza que implica nacer dentro de esta tradición. Estrella y Soleá son justamente las caras de esta dualidad con que las músicas de tradición oral cuestionan nuestro tiempo y, por cierto, nuestros valores. ¿Es uno culpable de conmoverse con esa voz desgarrada que procede de un lugar que no es aquí ni habla estrictamente esta lengua? Imposible no imaginar desiertos y Medio Oriente en las voces flamencas que permean cualquier intento de autodefensa ante la marejada. Por otro lado, mi amigo Darío, fotógrafo, me suelta esta frase para el bronce como para distender el ambiente: «lo de Soleá es la reapropiación del pueblo, del flamenco y la actualización de los códigos cargándose (él usó otro verbo) la academia, la ortodoxia y el clasismo». Bourdieu, el sociólogo, nos dice: «existen en el mundo social mismo y no solamente en los sistemas simbólicos, lenguaje, mito, etc. estructuras objetivas, independientes de la conciencia y voluntad de los agentes que son capaces de orientar o coaccionar sus prácticas o sus representaciones». El conflicto mismo es realmente la estructura objetiva en esta doble presentación de los extremos del flamenco entre las hermanas Morente.

El flamenco, como dispositivo, es jazz y viceversa, bajo ciertos parámetros muy concretos, incluso históricos. Ambos representan un proyecto de nación muy específico que en diferentes momentos sirvieron a la producción mitológica de valores que refuerzan la idea de comunidad; ambas son dependientes de la industria musical y también cargan con la mitología del origen y, en tal vez lo más determinante de este conflicto, nos posiciona sobre todo respecto de nosotros mismos ante el fenómeno musical. Podríamos decir que este conflicto da fuerza vital, le da combustible a su constante desarrollo. Tanto a sus representaciones tradicionales (que han mutado a espectáculos milimétricamente diseñados) como a las expresiones contemporáneas que cuestionan incluso el género mismo. Soleá incluye cumbias, música electrónica y baladas sin inconveniente. Es tan flamenca que puede permitirse no hacer flamenco. Si el mito constituyente es operativo es porque, más allá del cantante de turno –el poder es un lugar vacío– y el artista de moda, la necesidad de conflicto, la problematización, es tal vez más importante que aquello que problematiza. La potencia creativa, como los movimientos tectónicos, depende de este encuentro de fuerzas, nace de ella. Nosotros, neutros, disfrutamos de ese temblor que nos obliga a oscilar.

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