Texto de Juan Ramón Rodríguez / Fotografías de Vilma Dobilaite
El proceder ante un sino virtuoso puede adquirir tintes de lanzamiento de la moneda, un interesante paralelismo pues son dos opciones en sendos menesteres las que están en juego. En un caso sale cara o cruz; en otro hacer o no hacer. Sin embargo, es una tercera la que define esa naturaleza inefable tras la contingencia si se piensa en que la pieza aterrice de canto. Un estallido en el océano, resonancia de tambor vacío durante la ruleta rusa. Quien vive un trance como ese conoce la sensación que depara tal crisol de recelo ante el hecho de que una mitad pueda mutar en tres tercios. También en un escenario.
Un atardecer de Villa y Corte convida la visita de dos demoledoras propuestas en el jazz actual. Como no es de otro modo, cortesía de Las Noches del Botánico. Una programación que, de manera inexorable, llega a su término reúne al teclista Robert Glasper como activo seguro en presentación de su nuevo disco junto a Snarky Puppy, híbrido alfaquí y alquimista frente a los focos. La velada presenta la reflexión antes expuesta, dos concepciones audaces con el poder de convertir monolíticos bloques en el arte de lo maleable. No obstante, una de ellas atrapa la alineación planetaria y logra la caída al borde. El aspirante ni recoge premio de consolación.
Da inicio el antiguo lugarteniente de Miles Davis con una aceptable entrada en la pista. Sorprende un cuadro diametralmente distinto a lo escuchado en Black Radio III; en contraposición a la ampulosa infraestructura que da orden al álbum el concierto -que sí lo hay- es de andar por casa. Mediante pocas órdenes, los músicos congregados ejecutan un repertorio prolijo en las influencias del protagonista de fusión, soul de nueva añada y hip hop. A pesar de una estrategia conservadora, existe la complicidad suficiente entre los intérpretes para inferir la diversión y buenas vibraciones destiladas. Una retroalimentación relamida con guiños como “Everybody Wants to Rule the World” de Tears for Fears.
Las teclas caracolean en canciones como “No One Like You”, el sonido es propio de la nobleza del género sin escatimar en retruécanos rítmicos. Algo imaginable si se atisba el despliegue de percusión presto a la batería; tal vez un guiño al maestro y su querencia por los matices de Airto Moreira. Con todo ello, esta sesión vespertina no genera un calor como la del 29 de agosto de 1970 en la isla de Wight. Ni falta que hace. Correctos introducción, nudo y desenlace capaces de arrancar los aplausos de una audiencia rendida al primer compás. Ni siquiera sopla el interrogante de la inercia; no corre una gota de aire.
Cae el astro y la banda de Michael League, numerosa a la vista, toma papeles en unas tablas no dispuestas para lo siguiente. Unos minutos de “Keep It On Your Mind” aportan la locura idónea para hacer caer al estadio; riqueza de matices, capas superpuestas al milímetro, improvisaciones al límite. El líder ejerce de conductor como si Frank Zappa permite el paso a Jean-Luc Ponty previa descarga eléctrica de su violín. No es complejo hallar paralelismos aunque lo de este crepúsculo sea único. Asombro o estupor como respuesta a la amalgama de estilos. Lo demás es libertad en estado primitivo, el éxtasis que Dostoievski describe en un casino de Ruletenburg.
El bajista recorre cada extremo del marco, aporta y aparta en el solo de algún compañero. Apenas emergen temas conocidos –Empire Central ve luz en unos meses-, si bien golosinas como “Shofukan” concretan un notable balance para alborozo de los presentes. Más aún si se incluyen sorpresas como esa aparición estelar de Nino de los Reyes en la aflamencada “Belmont”, una analepsis capaz de transportar al Fillmore West y a los ecos de una “Spanish Jam”. Exceso de halagos y ningún inconveniente para la fe en un puño mientras la ficha gira, mientras desquicia una ruleta en apuesta al cero. El riesgo, y su recompensa, debe ser para corazones valientes.