El pianista cubano sale ovacionado de su actuación en el Teatro Fernán Gómez de Madrid. (24/11/2019)
Texto: Jaime Bajo. / Fotografías cedidas por Jazzmadrid
El transcurso del festival Jazzmadrid 2019 avanza inexorable hacia su recta final. Si bien, tras sobresalientes actuaciones como las de Myra Melford, Herbie Hancock, Charles Tolliver, Nubya García o Eliane Elías -memorable la amplitud de registros demostrada en el clásico de Tom Jobim, Desafinado-, su calendario aún nos depara sorpresas agradables como las de la velada de anoche.
El pianista cubano Roberto Fonseca tiene muy claro que la proyección de sus actuaciones debe conectar con los asistentes, conquistando sonrisas, lloros, bailes, etc. En definitiva, desencadenando emociones en aquellos que acceden a la música que procede, de forma mayoritaria, de su último álbum Yesun, fusión de dos orishas del culto yoruba: Yemayá, divinidad de la fertilidad y los ríos, y Oshún, la deidad del amor.
Sonaron voces de celebración de los orishas mientras Roberto -que vive la santería afrocubana en un ámbito más privado- y su trío iban tomando el pulso a la velada con la interpretación de Lluvia, tema inédito en el que comenzaron a despuntar detallitos interesantes, como la interacción entre el propio Fonseca y su baterista Ruly Herrera, un verdadero fenómeno de las baquetas que muestra una clara complicidad hacia su compañero pianista.
No tardaría Fonseca en pulsar el ánimo del público en Kachucha -tema que en el álbum apuntala y redondea el trompetista francolibanés Ibrahim Maaluf-, invitándonos a corear el estribillo -“ah ah ah, de Cuba yo soy”-, un hecho que se repitirá a lo largo de su actuación en piezas como Aggua –“pa´ la rumba vamos ya, que yo quiero guarachar”- y, como es natural, en la interpretación de clásicos de la cultura popular como Quizás quizás quizás -que introdujo de forma subrepticia mediada la canción inédita Abakua– o Bésame mucho, ese bolero atemporal que compusiera la mexicana Consuelito Velázquez en 1940 y al que suelen recurrir los artistas foráneos para realizar un guiño a la cultura hispanoparlante.
Pero Roberto sabe pulsar más teclas para enganchar a aquellos que no se conforman con el hecho de que aborde piezas del cancionero popular universal. Así, llegado el caso, explora la sensibilidad de melodías de cierta espiritualidad como Por ti -que, debo confesarlo, nos erizó la piel a más de uno- o Stone of hope -explicando que uno jamás debe rendirse, aunque algunos cenizos traten de verter cerros de pesimismo sobre sus capacidades para la música-, todo ello complementado con el aporte audiovisual que le brinda la proyección de sus videoclips. Piezas que, de por sí, merecen un visionado aparte.
Y de lo sublime se saca también de la chistera alguna idea insólita, como la de aporrear con baquetas luminiscentes en una efectista introducción a Por favor, o profundiza en conceptos ya explorados por artistas como Herbie Hancock en Cadenas, un tema que cuestiona el sometimiento de nuestras vidas a los anclajes de la rutina y en el que, tal y como hiciera Hancock apenas un mes antes, emplea indistintamente teclados diversos -un Moog entre ellos- y piano, para terminar decantándose por el keytar -híbrido entre teclado y bajo- y marcándose una simpática coreografía en compañía de su bajista Yandy Martínez, que quizá tuvo un rol menos preponderante en el reparto de protagonismos que el de sus compañeros de trío, pero que gozó del premio del aplauso en sus solos.
Con el ambiente ya caldeado, fue el propio Fonseca quien dejó caer que, pese al entorno escogido para su actuación -transgrediendo así todo atisbo de protocolo y formalismo-, Mambo para la niña era un tema propuesto para la pista de baile, hecho que todos entendimos desebarazándonos de la timidez y abrazando sin remilgos su incitación al baile -“si hay alguna forma de hacer feliz a un cubano, esa es bailando”-.
Una sonora y entusiasta ovación reclamó de nuevo la presencia del trío cubano, si bien fue Fonseca quien compareció en solitario para defender La llamada, una canción de clara impronta espiritual y dotada de una de esas melodías que quedan adheridas a la memoria emocional, similar a aquellas con las que suelen obsequiarnos pianistas contemporáneos como Tigran Hamasyan, Shai Maestro o su compatriota Omar Sosa, y con la que terminó tocando un pianito de juguete mientras la concurrencia coreaba animosa la melodía del tema. Y se reservó, con buen criterio, “Aggua” para finalizar su actuación. Una composición coreable, bailable y con un tumbao que contagia la pasión por la música y la cultura afrocubana.
Con ese desparpajo que tiene con “toda esta locura” que son sus instrumentos, la complicidad demostrada con sus acompañantes y un repertorio en el que tienen cabida multitud de registros, Fonseca se ganó el afecto de un público que abarrotó el teatro y que, finalizada su actuación, aguardaba paciente la fila para adquirir su copia firmada de Yesun, señal inequívoca de que el suyo fue uno de los más celebrados conciertos de la presente edición de Jazzmadrid.