Sarah Hanahan: el problema de no tener problema

Fuente: www.joefarnsworthdrums.com

Texto y fotos: Daniel Román

@romanro.daniel

«quien ama, no se aferra tan solo a los “defectos” de la amada, ni a los caprichos o a debilidades de una mujer; mucho más duradera e inexorablemente que cualquier belleza le atan las arrugas del rostro y las manchas de la piel, los vestidos raídos y un andar disparejo»

Walter Benjamin, Dirección única.

Me encuentro ante cierta exigencia, autoimpuesta, de tomar partido. Primero voy con lo manifiesto –fácilmente constatable– del directo: un torbellino. Hanahan es deslumbrante por muchas cosas; el sonido apabullante, producto del conjunto de elementos que participan en su diseño –técnica, embocadura, discurso, o el instrumento mismo–, define y dirige la potencia de un directo que es también un espectáculo. A los cinco minutos se siente uno con ganas de gritar y aplaudir como si ante Janis Joplin o Jimi Hendrix se encontrara –si hubiera sido posible tal escena–. La emoción es incendiaria y ahí estamos como en el carrito de una atracción que solo sabe de aceleración y vértigo. Tocar un rhythm a 450 BPM no es imposible. El cuarteto es una Monster Truck americana que escupe fuego por el tubo de escape. El pianista es extraordinario (Aaron Golberg), el contrabajista aguanta y sostiene sin abandonar el beat (Alexander Claffy), pero con una soltura que sin esfuerzo amalgama el conjunto. Joe Farnsworth, baterista y jefe del proyecto, recuerda a Gene Krupa en el sentido de cierto sonido clásico –como de rock n’roll– que hace del concierto un show inobjetable: Jazz americano en estado puro. Maravilloso. Anecdóticamente, al revisar las fotografías tomadas a Sarah antes del concierto, el contraste me saca una sonrisa. La angelical Sarah, ya sobre el escenario y con el saxo sonando, transita por cierto Coltrane en su etapa free –que incluye la gestión del ruido como herramienta discursiva– y un concepto rítmico, en constante diálogo con el baterista, que tiene mucho de dionisíaco y poco de angelical.

¿Y el problema?  Que pasado los días, como con la culpa moral de cuando nos hemos excedido ante las circunstancias, la sensación es de vacío. Porque si estuviéramos hablando de coches de competición, o de correr los cien metros planos, estaría todo bien. Pero el jazz, creo, nace como la manifestación urgente de un problema, de una herida que a través de la música intenta una y otra vez una reivindicación. Y el análisis musical –que aspira a trascender lo meramente descriptivo– necesariamente busca el material artístico en la recepción: una dislocación. No la mera evasión de la experiencia ante tal o cual estímulo, sino un remanente reflexivo que permanece como una pregunta.

George Didi-Huberman se refiere al carácter sintomático de las obras de arte en el sentido en que su singularidad, la inscripción en el observador, no es nunca consecuencia de una gestión en particular. Aparece, como en los cuadros de Goya, por aquello incontrolable, frágil, que excede la voluntad del creador, a través de las grietas discursivas y que, justamente, en esos detalles sintomáticos, expresa su verdad. Nunca en lo erguido, ni en las certezas, ni en lo automáticamente afectivo. La singularidad está dada, desde esta perspectiva, en la aparición inintencionada del fantasma, una fisura que, en algún lugar de toda gran obra de arte, espera a ser develada –el detalle–. Didi-Huberman repara en las plumas –«acentos de pintura blanquecina»– que rondan las piernas apenas perceptibles de Ícaro junto a los galeones (Paisaje con la caída de Ícaro, Peter Bruegel) y en esto, tal vez, el directo esté en falta –la música como medio para un fin–. Todo fue dicho y hecho como quien adorna un árbol navideño y espera, estratégicamente, los aplausos de los invitados a la cena. Afortunadamente, me repito como si fuera un mantra, estar cerca de la poesía pueda ser el antídoto contra la fanfarrea y los fuegos artificiales. O la música, así propuesta –yo, tonto, perdido en la melancolía–, merece el máximo reconocimiento por la calidad del producto desplegado y por las sensaciones que es capaz de provocar una música que, en origen, es una fiesta.

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