Texto: Federico Ocaña / Fotografías: Ernesto Cortijo
Emmet Crowley nos entrega en The Inward Eye (Errabal, 2021) un álbum reflexivo, extraído de un espacio-tiempo remoto en el que podemos paladear cada sonido, su reverberación en el vacío, mientras nos parece estar casi tocando la guitarra de Crowley y el contrabajo de Ander García.
No es la primera vez que guitarrista y bajista colaboran -lo habían hecho al menos en aquel “Sed de vida” de la cantante Pahola Crowley, a la sazón pareja del primero, disco en el que sonaban temas también de los Crowley. Pero el entendimiento, si no es genuino, puede permanecer latente, no mostrarse, o asomar sólo en una grabación, ser flor de un día. No es el caso de estos dos músicos, que trabajan desde la humildad y la calidez musicales y sin caer nunca en lo pretencioso. El álbum, de hecho, consta de seis temas, originales de Crowley, de una duración media en torno a los cinco o seis minutos.
La relativa brevedad del conjunto y su delicadeza hacen que el discurso de Crowley y García se nos presente con una belleza impresionista, tenue, detallista y fugitiva. Ambos músicos son conscientes de la pureza del mensaje y el oyente agradece que no se recargue con arreglos innecesarios, con versiones de clásicos que solo alargarían la duración del disco, a costa de restarle autenticidad a su trabajo y capacidad de sorpresa a la audición.
En “The Inward Eye”, que da título al álbum y marca el carácter introspectivo de las composiciones, nace de un poema de William Wordsworth y conserva bien una tensión interna entre las dos visiones internas, la de la melodía y del acompañamiento, una tensión que se percibe rítmicamente y se traduce también en calculadas disonancias, muy sutiles y que nos adentran en ese halo impresionista, de misterio, que, decíamos, desprende el disco.
“Song for Pahola (A play of light and shade)”, con solos bien construidos, en la línea de coherencia entre los dos músicos, juega de nuevo con la dualidad: la luz y la sombra, en este caso, que se ajustan a dos tonos diferentes del tema. Crowley y García demuestran aquí que la búsqueda del misterio bien podría ser luminosa. Algo similar ocurre con “Alentejo Sam”, donde los músicos dejan que cada nota se evapore antes de atacar la siguiente. El silencio, el aire, en estos momentos, es tan importante como el sonido. Este espacio de mera reverberación desaparece en “Anaia”, con un bajo continuo y una melodía mucho más fluidos. La sensación estática permanece, pero a través de efectos casi opuestos, con transiciones rápidas y una búsqueda de un registro sonoro más amplio que en otros temas. El primer minuto de escucha de “Cabuya island” es realmente el de un paisaje sin accidentes geográficos. Esta introducción da paso a una presentación musical de esta curiosa isla situada frente a las costas de Costa Rica y cuya particularidad es la de contener, como única huella del hombre en su pequeña superficie, un cementerio. La paz que transmite la música, ese misterio, se nos revela también como algo entre la muerte, lo oscuro y lo sobrevenido (los arpegios y los saltos interválicos del tema nos invitan a esa relativa brusquedad) y la vida en todo su exotismo (el tema acaba ciertamente de una manera optimista). Con “Alana painting pictures”, el último corte del disco, de inspiración familiar como aquel “Song for Pahola”, Crowley retoma el lirismo atemporal de otros temas.
Este The Inward Eye supone, por tanto, una apuesta por un jazz íntimo y silencioso. No renuncia a la búsqueda de un sonido propio, pero la originalidad del planteamiento de Crowley radica sobre todo en la economía de recursos, empezando por la formación a dúo, y nos hace pensar en lo necesario de escuchar también lo que pasa en medio de la música. Cuando la música aún no es propiamente, o cuando está dejando de serlo, en esa dualidad, en esa brecha, entre melodía y solo, entre líder y acompañamiento, entre una figura rítmica y la que le sucede, un “ojo interior”, un “ojo” que quizá todos tenemos y tratamos de acallar o cegar con ruido constantemente, es el único que puede entender el curso lento pero constante del sonido y su resonancia. Las figuras visuales que se repiten en los distintos títulos del tema no hacen más que confirmar esta simetría entre el par sonido-silencio y la dupla luz-sombra. Que los oyentes se preparen, pues, para callar y disfrutar.