Texto y fotos: Antonio Torres
El devenir de los Festivales de Jazz en nuestro país está sujeto a patrones que se repiten en el tiempo de forma inexorable. Algunos, que a pesar de su aparente consolidación simplemente desaparecen por veleidades o cambios en las prioridades de quienes los sostienen, frecuentemente decisores políticos o institucionales y otros que surgen como las setas en época de coyuntura favorable y que cuando ésta desaparece se esfuman sin que pase nada, un pequeñísimo grupo, más bien una pareja, correspondiente a las grandes ciudades que existen porque sí, porque el jazz como todo lo demás debe estar siempre presente en su oferta cultural, sin que nadie lo cuestione.
Finalmente, un grupo de festivales que son el fruto del esfuerzo mantenido de un grupo de apasionados por esta música y que en su momento lograron establecer alianzas variopintas con instituciones públicas y privadas, con equilibrios inestables según el contexto, pero que han logrado sobrevivir añadiendo décadas a su historia, no exenta de crisis, hasta alcanzar cotas de supervivencia dignas de admiración en un territorio poco proclive a la longevidad de los eventos culturales.
Y no son pocos: el Festival de Terrasa, que acaba de iniciar el camino de su cuarta década, o los de San Javier, Granada, Málaga o Almuñécar, que están a punto de alcanzarla. Pero quizás mención aparte merecen los festivales en espacios territoriales próximos, todos dentro del País Vasco, como son Donostia, Getxo y Vitoria-Gasteiz.
San Sebastián sin duda es el referente, a punto de alcanzar su 60 edición (este año es la 58), desde que un grupo de aficionados convenció a los comerciantes donostiarras en 1966, que un festival de jazz sería una buena atracción para turistas y visitantes, se ha convertido, con apoyo institucional y de promotores, en un imprescindible para testar el estado de la música de jazz dentro y fuera de nuestras fronteras y que logra sobrevivir gracias a un complicado equilibrio en la programación entre intereses comerciales y/o de sostenibilidad, a veces poco entendido, y la necesidad de mostrar la esencia del jazz que se hizo y que se hace, como objetivo nuclear que debe identificar al festival.
En esta misma tesitura andan sus “hermanos menores” Vitoria-Gasteiz y Getxo que alcanzan este año su 46 edición, con personalidad propia, pero con contextos parecidos.
Hacía tiempo, quizás demasiado, que no visitaba el Festival de Jazz de Vitoria-Gasteiz, quizás desanimado por algunas inclusiones en su programación que me costaba entender, o simplemente por la dificultad de repartir tiempo e interés sobre una oferta variada, atractiva y a veces más accesible. Esta vez el programa me pareció razonablemente equilibrado y a priori, atractivo.
La primera sensación positiva la constituyen intangibles que me trasladan a un ambiente ya vivido hace tiempo en el mismo escenario , el ambiente de un público que prácticamente llenó todos días el Polideportivo de Mendizorrotza, tensión por coger el mejor sitio, liturgia de la gestión de colas, comentarios con aficionados que no conoces pero que comparten historias y expectativas y con los que rápidamente se establecen complicidades, encuentros inesperados e impaciencia para que comience la música.
Programa doble con una primera sorpresa, la actuación del sexteto del contrabajista gallego Baldo Martínez que estrenó su trabajo “Música Imaginaria”, encargo del propio Festival, lo cual me parece una iniciativa interesante, sobre todo si sale bien, como fue el caso.
Baldo Martínez presentó un trabajo compacto, bien elaborado, lleno de texturas cromáticas y descriptivo de entornos urbanos y naturales. Un ejercicio de improvisación colectiva dentro de un marco bien establecido por el músico gallego, que para desarrollarlo se ha rodeado de músicos cercanos, técnicamente solventes y que comparten conceptos musicales abiertos y libres: la batería Lucía Martínez, también gallega, llena de creatividad y de recursos percusivos, el trompetista granadino Julián Sánchez, músico versátil de múltiples registros inmerso siempre en proyectos innovadores, el saxofonista y flautista santanderino Juan Saiz implicado en múltiples colaboraciones en el jazz centro-europeo, el acordeonista portugués João Barradas músico muy solicitado en Europa y el vibrafonista Andrés Coll, el más joven del grupo, lleno de energía y expresividad.
“Música Imaginaria”, convenció y gustó a un público que supo agradecer el esfuerzo de crear un proyecto original e innovador siendo testigos de su estreno.
La segunda actuación de la noche tampoco defraudó, la compositora María Schneider que dirigió al Oslo Jazz Ensemble, presentando su último disco “Data Lords”, laureado con dos Grammy, y donde pone su genio compositivo al servicio de inquietudes sociales actuales, como el manejo de la información y los datos personales y las incertidumbres generadas con supuestos avances tecnológicos como la inteligencia artificial.
El segundo día en el “Mendi” se impusieron razones ajenas al festival con una granizada pudieron ver los espectadores de televisión de media Europa, que cubrió la ciudad con una cuarta de granizo poco antes de comenzar la sesión y que realmente me hizo temer que la más importante razón de mi viaje a Vitoria se esfumara, con la suspensión de los dos conciertos de ese día.
Afortunadamente todo quedó en un susto y con algo de retraso, absolutamente justificado, todos vimos con alivio como el pianista Brad Meldhau aparecía en el escenario junto a sus inseparables de la última época, el contrabajista Larry Grenadier y el batería Jeff Ballard, para ofrecer un concierto como nos tiene acostumbrados este músico, preciso, de perfecta ejecución, contenido, con el virtuosismo necesario pero justo, y sin ninguna concesión a lo superfluo o innecesario, previsible en los cimientos sobre los que construye su música, pero imprevisible en las sensaciones que emanan de ella en cada concierto, donde siempre surgen sorpresas.
Pero a pesar de ello, Meldhau no era la principal razón que me había traído esa noche a Mendizorrotza, entre otras razones porque un mes antes lo había disfrutado en el Teatro de la Maestranza en Sevilla y aunque nunca está de más envolverse en la música de Brad, mis expectativas más intensas estaban en el segundo concierto del día. el saxofonista alto Immanuel Wilkin, que venía precedido de la onda expansiva que había provocado su último disco “The 7th Hand” y que como esperaba, fue el contenido esencial de su actuación en Vitoria.
Lo primero que sorprende de Immanuel Wilkin es su juventud y a la vez su madurez interpretativa. De forma casi hierática sumerge sin preámbulos al público en una atmósfera personal en forma de música que va cayendo como un manto sobre un auditorio que lo recibe con respeto, impregnándolo todo y que contiene las raíces más profundas del jazz primitivo, expresadas con rabiosa actualidad, sonidos urbanos creados sobre ostinatos melódicos sobre los que se deslizan fraseos inalcanzables que parecen homenajes a Charlie Parker, pero a la vez dotados de un fondo de espiritualidad que nos recuerdan al Coltrane de la última época.
Immanuel Wilkin es un convencido del poder sanador de la música y es capaz de dotarla de una cierta capacidad catártica, su tema “Lift” que tiene 27 minutos de improvisación, en directo, adquiere una mayor efectividad, sensación hipnótica de la que cuesta trabajo despertar, si a eso se añade salir del Mendizorrotza y encontrarse una ciudad cubierta de una capa de hielo en julio, parece que hemos entrado en otra dimensión…
El tercer día de festival volvimos a la realidad más cotidiana y nos estrenamos con un cambio en la programación, que yo personalmente no sentí, la anulación del concierto del grupo Bad Plus por suspensión de su gira internacional, contingencia que fue cubierta por un concierto “circunstancial“ que hizo viajar a la saxofonista chilena Melissa Aldana desde Nueva York, donde reside, a Vitoria y construir un concierto con el trío del pianista Aaron Dielh que salvó la situación, pero que no fue mucho más allá, eso sí destacando el tema ”Tiger Rag”, que Dielh desarrolló con maestría sincopada y que entusiasmó al público.
El sonido de Melissa Aldana se va consolidando, pero quizás lo improvisado de la situación impidió la complicidad necesaria para llegar a conectar con las expectativas de los que escuchaban, al menos a mi me ocurrió.
Y llegó otro momento importante del festival, la aparición de la cantante y pianista Kandace Springs, que no se ha prodigado mucho en nuestro país. Las dos últimas actuaciones fueron en la Sala Clamores de Madrid en 2017 y 2019.
La cantante de Nashville saca nuevo disco este verano y vuelve a Europa después del éxito de su disco “The Women who raised me” que constituyó uno de los ejes de su concierto en el polideportivo de Mendizorrotza, aunque sin las colaboraciones fundamentales, en algunos temas, que intervinieron en esa grabación como “Angel eyes” con Norah Jones o “Genthle Rain” y “Solitude” con Chris Potter, entrelazando con temas de su propia cosecha, que formaran parte de su nuevo trabajo.
El concierto de Kandace Springs hay que considerarlo como todo un éxito del Festival de Vitoria-Gasteiz, que ha logrado tener a la cantante en el único concierto que dará este año en la península (uno más en las Islas Canarias).
Por otro lado, Kandance Springs demostró su evolución y madurez profesional como cantante y pianista, abordando diferentes registros para los que está especialmente dotada como el soul, el rhythm and blues, pero también el jazz de las grandes cantantes, con referentes obligados como Nina Simone, Billie Holiday o Roberta Flack.
Música deliciosa, conformada por un trío de mujeres, la contrabajista Caylen Bryant y la batería Camille Gainer, que cautivaron a un público sorprendido por el producto de calidad que el festival le estaba ofreciendo.
Y llegamos al último día, que nos dejó el concierto del saxofonista cubano Ariel Brínguez, que con su quinteto nos embarcó a un viaje evocador de sus raíces con su trabajo “Nostalgia cubana”. Hombre polifacético que atesora colaboraciones muy diversas, por supuesto con el jazz afrocubano, pero también del pop, el flamenco o el jazz de vanguardia. Músico que sabe crear buenas atmósferas en sus conciertos y que dejó un buen “sabor” en un público receptivo a este tipo de propuesta.
Y hasta aquí puedo llegar, no terminó aquí el festival, pero yo tenía que continuar mi ruta hacia el sur. Quedaba un último concierto, el de la cantante Silvia Pérez Cruz, de la que no puedo opinar porque no la vi en esta ocasión, pero puedo asegurar que era directamente culpable del lleno absoluto que experimentó el “Mendi” ese día, cosas de la sostenibilidad…
Contento inicié la ruta, pensando que los festivales de jazz siguen vivos y a pesar de los pesares, la gente los espera y los disfruta.