Una bella paradoja: Natalia Navarro, Álvaro del Valle y Celeste Iacono

Texto y fotos: Daniel Román

@romanro.daniel

 

La música puede que sea solamente un recorte en la imaginación del también –¿o sobre todo?– guitarrista de jazz Álvaro del Valle. Esta propuesta incorpora música generativa (con el algoritmo haciendo de las suyas), sensores de movimiento que la bailarina activa provocando diferentes respuestas sonoras y la cantante que dialoga con Del Valle al piano y la electrónica. Mucho que decir respecto de todo esto: el horizonte del proyecto es apropiarse de la estética de la máquina, es decir, que el resultado sonoro sea domesticado por el creador para sus fines y no delegar en el algoritmo aquello que finalmente recibirán nuestros oídos. Esta es su poética.

La electrónica, por otra parte, carga con el pesado estigma de lo incomprensible, ruidoso, y el carácter intelectual de su metodología. Intentaré desmontar algunos preceptos: hay tantos métodos de análisis para electroacústica como estilos dentro del género (ochenta y un estilos describe Emerson y Landy en el diccionario Cambridge). Por lo tanto, cada propuesta merece su propio aparato crítico para ser descifrada, puesto que justamente cuando se compone electroacústica se trata sobre todo de una nueva elaboración en tanto sistema (por medio de MAX o PYTHON) y no la mera inscripción en el género.

En sus composiciones, por otra parte, Del Valle da cuenta (guitarra acústica, piano o el propio ordenador) de algo que lo identifica y trasciende: un ritmo propio, o lo que se dice habitualmente, una voz. Y estas ya son palabras mayores para quienes seguimos tanteando el terreno de lo desconocido. Esto es sumamente interesante puesto que el material (cuerdas, madera, algoritmos, o imágenes) nos recuerda Álvaro, en última instancia siempre estará en manos de la conciencia de quien los manipula. Un algoritmo es una imagen, una cifra, una cuerda o un árbol. La vida de los objetos es la pulsión de una mano que deja caer rocas desde un puente. ¿Se puede endosar la responsabilidad de una desgracia a un algoritmo, o a una cuerda o a un vaso con agua? Me parece  –para minimizar el poder de las cosas e interpelar un principio acústico básico que la electroacústica nos recuerda– que solo lo que vibra suena (movimiento que se transmite en un medio elástico como el aire y el agua). Nuestros tímpanos agitados por la brisa: sonido. Ahí están las balas en una estantería, los árboles impávidos en su latencia, y nosotros dispuestos (con la excusa de la supervivencia) a quemar y activar. La música, de alguna manera, es el resultado de aquello que gestionamos mediante una acción (he ahí su carácter político). Alguien abre los ojos sobre un escenario sin una justificación convincente. Somos excedidos por el sinsentido una y otra vez: arte le llaman.

Esa vuelta es tremendamente interesante puesto que la extrañeza de la electrónica no es otra que la extrañeza del origen: las técnicas de espacialización simulan nuestra escucha natural (inmersiva). El movimiento de la bailarina con los sensores nos devuelve al sonido del agua de las vertientes que rugen desde la altura. La electrónica es, en definitiva, música de tradición oral (no utiliza partituras al uso ni instrumentos tradicionales).

La paradoja de todo esto, su belleza, es que mediante todo el aparataje técnico y conceptual (cuatro años de duro trabajo para programar el sistema, declara Álvaro) la experiencia nos retrotrae –y aquí su alto valor por las preguntas que plantea mediante la música– a los interrogantes iniciales sobre el sonido, el movimiento, el algoritmo y la voz. El sonido «piensa» en la recepción en tanto plantea una duda, un desplazamiento radical: cuando nos estremecen las preguntas –pensando– dejamos de estar, por segundos, aquí.

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